Los guerreros pueden llorar
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Operación Tributo

Presidencia Cuba

La caída en combate el 7 de diciembre de 1896 del Lugarteniente General del Ejército Libertador Antonio Maceo y su ayudante el capitán Francisco Gómez Toro, estremeció el campo insurrecto, el exilio revolucionario, Cuba, España, Estados Unidos, América y Europa. La impactante y legendaria figura de quien simbolizaba junto al general Máximo Gómez, la vigorosidad de un pueblo en armas contra el aún poderoso imperio colonial español y su aguerrido ejército, sobrepasaba en admiración y amor de gentes, las fronteras de su Isla amada.

Múltiples fueron las muestras de solidaridad y duelo con las familias de Maceo y Gómez. María Cabrales, la esposa del Titán de Bronce y Bernarda Toro, la madre de Panchito, apenas podían contestar las sentidas cartas de pésame recibidas, pletóricas de sincera devoción y dolor compartido por las sensibles pérdidas.

Duro, muy duro, fue el impacto emocional de la noticia para el Jefe de los mambises. Perdía al mismo tiempo al general y amigo, su más excelso discípulo, y a su hijo idolatrado, inmolado ante el cadáver de su jefe venerado a quien no abandonó ni en la muerte.

Hace algunos años, hurgando en los fondos del Archivo Nacional de Cuba encontré dos cartas conmovedoras: una, la del poeta puertorriqueño Francisco Gonzalo Marín Shaw, ayudante del Generalísimo y amigo querido de Martí, ofreciéndole sus condolencias al héroe dominicano; y otra, en la que el viejo y abatido general le confesaba su estado de ánimo.

El joven poeta, por quien el general sentía verdadera devoción, en aquellas circunstancias no tuvo el valor de enfrentar la mirada de su paternal jefe y, apenas separado por escasos metros en el campamento, optó por escribirle.
                            
“Santa Teresa, Diciembre 29 de 1896

General Máximo Gómez.                    

P. M. Respetable y querido amigo:

Ayer fue sin dudas el día más doloroso, el día de más angustia de cuantos pasó en su existencia, y para mí, dado el cariño que Ud. me inspira, fue un día de verdadero ahundimiento. Yo que me comprendo, cada día más, con valor para morir frente al enemigo, me sentí lleno de miedo de arrostrar su mirada de Ud. sombreada de lágrimas y bañada por la tristeza infinita del más supremo de todos los pesares humanos: el dolor de padre. Pero ayer también fue el día en que más títulos ha tenido Ud. al respecto y admiración de todo hombre honrado. No creo que su serenidad estoica ante el peligro, su bravura en la pelea, su grandeza de alma para perdonar al vencido sean más grandes que esa hora de ayer, que Ud. no podrá olvidar nunca, esa hora larga, muy larga para su corazón golpeado y herido, en la cual batalló su espíritu, en lucha terrible, entre la rudeza de carácter que el mundo exige al soldado y el sentimiento inacabable del padre que ve, con los ojos del alma, desaparecer al hijo entrañable de su amor, sin el consuelo de besar su frente por última vez, y de recoger los postreros latidos de su corazón. No, General, los guerreros pueden llorar: el llanto los hace más grandes, más nobles y más generosos. Yo no séquién dijo: “la debilidad de los ojos demuestra a veces la fortaleza del alma”, y en ese axioma está comprendido el llanto de Ud.

Lo peor de la situación, General, es que su alma enferma, enferma de melancolía profunda, le pide a usted soledad y reposo siquiera por un mes, y no puede Ud., darle ni una ni otra cosa. La manifestación de ayer fue, en mi concepto, salvaje, cruel, brutal. El único egoísmo justificable a mi entender es el egoísmo del dolor. El que sufre de enfermedad moral, gusta de reconcentrarse en sí mismo, de abrir su espíritu al bálsamo de la soledad, de palpar a solas y en silencio el recuerdo del ser desaparecido y entonces, sin testigos que comenten ni ojos importunos que vean, saltar libremente la secreta válvula del dolor para que corran por la mejilla seca las lágrimas que nos están quemando por dentro.

Yo, por ventura, no pertenezco a la clase vulgar de esos hombres que creen en la virtualidad de las palabras para consolar una pena íntima. No pretendo consolarle, porque su herida es de esas que no admiten consuelo. ¡Qué Panchito cayó en su puesto de honor, que se suicidó gloriosamente junto al cadáver del más grande de los cubanos! Bien ¿y qué? eso recrudece más el dolor de la pérdida, eso es más duro para su corazón de padre, porque tanto más es sensible una pérdida cuando es más grande lo que se pierde, y el pobre Panchito, con su resolución heroica, demostró que en verdad es carne de su carne y hueso de los huesos de Ud.

Ah! si la muerte de Antonio Maceo y el sacrificio voluntario y grandioso de ese mancebo de veinte años no encienden por completo la cólera de los cubanos que aún permanecen indiferentes al duelo de la patria, habría que convenir entonces en que este pueblo es indigno de haber tenido tan gloriosos hijos. Hubo un guerrero en la antigüedad que ordenó, a la hora de su muerte, ser enterrado con sus armas, con sus arreos de combate, con todos los trofeos de su gloria, y Panchito se me parece a ese guerrero; pues, al quitarse la vida, se llevó a la tumba, si es que la tiene, sus sueños de adolescente, sus amores de niño, sus anhelos de gloria, su juventud, sus esperanzas, las armas y los arreos, en fin, con que empezaba a combatir en las arduas batallas de la vida.

La madre de Pancho ¡Ah! perdone, General, que le hable de esa infeliz mujer, de esa madre que a estas horas debe, loca, desesperada, llena de frío y de terror, estar buscando refugio en el cariño de los demás hijos, apiñados a su alrededor y consternados también por la abrumadora noticia...

Oh, General, le compadezco a Ud., le compadezco con todas las potencias de mi alma. Yo no lloro al joven caído, ni he de llorarle a Ud., pero lágrimas he vertido ya y seguiré vertiéndolas, porque soy hijo también y me imagino la angustia indefinible de aquella desdichada madre, la madre de Pancho, a estas horas herida por la eléctrica combustión del rayo.

Perdone a su amigo y crea que de buen grado compartiría la mitad de sus penas.
     
         Su ayudante.
                       
                   F. Gonzalo Marín.”

Desconsolado,el General tampoco tuvo valor para enfrentar la presencia del joven ayudante boricua que tanto le recordara a Martí y a Panchito. En medio de tan terrible y tensa situación, sacó fuerzas para responder, por escrito, la sublimecarta que acababa de recibir.

“Mi querido Marín:

La carta de usted ha penetrado hasta mi alma, y es porque el sentimiento que la inspiró nace del corazón de usted, puro y leal. Ha comprendido usted bien la intensidad de mi dolor, y eso me consuela, porque llora y siente conmigo. Si, Marín, como hubiera usted amado a Pancho, después de haberlo conocido en esta vida de combates bruscos y rudos, de todos linajes! ¡Y que orgulloso y complacido me hubiera yo sentido, viendo tanto de amoroso y dulce a mi alrededor! Nuestro Cuartel General de seguro con la presencia de Panchito entre nosotros, hubiera perdido el carácter de tal, para convertirse en el de un respetable anciano rodeado de muchos hijos, cuya voz de mando solamente se hubiera oído en el campo de batalla. Pero todos esos sueños se han desvanecido, y solamente, al bajar mi hijo a la tumba, ha quedado un profundo dolor en mi alma.

             Su affmo. General

                               Gómez.”

Marín, el poeta mártir, moriría poco después gravemente enfermo en la manigua cubana. Fue de los propulsores de la idea de que la bandera de Puerto Rico fuese similar a la cubana con los colores invertidos. Su hermano Wenceslao había caído en combate a las órdenes de José Maceo a inicios de la contienda. Los jóvenes boricuas peleaban por Cuba pensando en Puerto Rico.

El general Antonio Maceo había prometido no entregar la espada mientras Puerto Rico no fuera Libre. De hecho, fiel a su ideal antillano y americanista, al pasar a La Habana poco antes de su caída en combate, dejaba como su sustituto al frente del Sexto Cuerpo del Ejército Libertador en la provincia de Pinar del Río, al mayor general puertorriqueño Juan Rius Rivera.

Son episodios de la épica gloriosa cubana, que nos ensanchan el alma y bien vale la pena rememorar un 7 de diciembre, fecha en que los cubanos recordamos con profunda admiración, respeto y compromiso de gratitud y lealtad, a los caídos en misiones internacionalistas, en especial, en este 30 aniversario de la Operación Tributo.