¡Basta!: ¡Que no haya más niños de la guerra!
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Este nueve de mayo, ante un nuevo desfile que celebra los 80 años de la Gran Victoria contra el Fascismo en la Gran Guerra Patria, hay que dar gracias a los héroes y mártires de la epopeya; recordar a las niñas y niños de la guerra, a todas las víctimas; y poner en alto las banderas de la paz, para que no caiga, como ahora mismo sucede bajo la metralla, un inocente más.

Roberto Suárez
Si alguien conoce de resistencia, esa es la hermana nación rusa. En las hojas de su historia, y en cada camino que lleva al corazón, palpita, entre otras, una tragedia de 900 días: palpita la heroica resistencia de la ciudad de Leningrado. Es un pasaje del cual urge hablar hoy, cuando el mundo asiste a nuevos holocaustos.
El punto de partida de esta historia que no puede ser olvidada tiene como fecha el 22 de junio de 1941, cuando, bajo el código Operación Barbarroja, la Alemania nazi invadió a la Unión Soviética. El hecho es considerado como la operación militar fascista más grande de la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de las pérdidas catastróficas durante las primeras seis semanas de la guerra, la Unión Soviética no se rindió como habían vaticinado los líderes nazis. A mediados de agosto de 1941 la resistencia soviética se fortificó y sacó a los alemanes de su utópico cronograma de avance. Sin embargo, a fines de septiembre de 1941, las fuerzas alemanas, bajo las órdenes del mariscal nazi Wilhelm Ritter Von Leeb, cercaron la ciudad de Leningrado.
Para librarse de los ataques, los soviéticos construyeron obras defensivas alrededor de la ciudad, camuflaron edificaciones históricas con redes que impedían determinar su perfil, y llegaron a colocar explosivos por todo el subsuelo en aras de volar la urbe en caso de que fuera tomada.
Ante la perspectiva de tener que mantener a una población enemiga de más de tres millones de habitantes, Hitler había ordenado el sitio para dejarlos morir por hambre y frío. La tragedia duró casi 900 días, desde 1941 hasta 1944. La población cercada fue sometida a la másincreíble lucha por la supervivencia. La ciudad estuvo a punto de perecer si no hubiera sido por el establecimiento
de un corredor, a través del helado lago Ládoga, por donde llegaba una escasa ayuda y escaparon sobrevivientes -como dos protagonistas que esta reportera tuvo el privilegio de conocer hace ya más de una década, y que eran conocidas como «niñas de la guerra»-.
La cifra oficial de muertes debido al cerco fue de 700 000 civiles. Casi todos murieron de frío y hambre, aunque algunas fuentes de información aseguran que perdieron la vida entre un millón y medio, y dos millones de seres humanos. Hoy en la bella San Petersburgo, otrora Leningrado, quedan las trazas que señalan el violento pasado de un lugar que recibió el título de Ciudad Heroica,en 1945.
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A simple vista no tenían mucho que ver, pero algo las había hermanado para siempre. Nacidas en España, juntas sobrevivieron en Leningrado al cerco fascista. Inocentes víctimas del desamor entre sus semejantes, todavía lloraban cuando esta reportera las conoció: una permanecía en silencio mientras la otra era puro temblor.
Gracias a la profesión de reportera -que como dijo el Gabo es la mejor del mundo- aparecieron en mi línea del tiempo Alicia Casanova Gómez e Isabel Argentina Álvarez Morán. Ambas ya eran ancianas cuando ofrecieron sus testimonios: la primera era la que parecía llevar su corazón a flor de piel, y la segunda era el sosiego, más bien la contención de emociones igualmente telúricas. Ellas, juntas y siendo niñas, sobrevivieron al cerco. Y a las dos, la vida las llevó a echar raíces en Cuba.
«¿Cómo nos trataron los soviéticos?: mejor, imposible. Que Dios los tenga en la gloria», repetía Alicia a lo largo de aquella conversación de hace más de una década.
«Me separaron de mis padres. Isabel, ¿trajiste las medallas? Yo soy vasca, y ella es asturiana. Estuvimos todos juntos en Leningrado», dijo Alicia en los primeros instantes de aquel encuentro.
La historia que une los hilos de vida de ambas se remonta a la Guerra Civil Española, cuyo inicio tuvo lugar el 18 de julio de 1936. Una sublevación fascista amenazaba con arrasar todo vestigio de República. Nada era respetado por esa oleada: ni hospitales, ni refugios, ni hogares infantiles. Los bombardeos no hacían distingos. Ante tal situación, mientras caían las ciudades unas tras otras, los republicanos hicieron un llamado al mundo: Salvar a los niños.
En su libro Historia de una niña de la guerra, Isabel cuenta que «en la primavera de 1937 comienza la evacuación por Vizcaya, ya cercada por las tropas nacionales. La inminente caída de Bilbao aceleró la salida por mar hacia Francia. El 26 de abril comienza la mayor oleada del éxodo tras el bombardeo de Guernica por la Legión Cóndor, el más atroz y conocido por su crueldad en la Guerra Civil. Treinta barcos fueron puestos a disposición del Gobierno vasco para realizar 60 travesías con destino a Francia, Gran Bretaña y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), con la amenaza de que buques fascistas pudieran hundirlos».
Es larga y azarosa la travesía de las dos “niñas de la guerra”, hasta que llegan a la ciudad de Leningrado. En el diálogo con Alicia e Isabel, esta reportera supo que ellas guardaban en sus memorias, con nitidez y amor, la bienvenida que les dieron los anfitriones, los números de las casas donde fueron acogidas, los rostros de sus compañeros de viaje, cada nombre, paisaje, árbol, caricia y abrigo:
«Éramos mil niños de todos los tipos, recogidos en las calles», dijo Alicia. Y recordó la Casa para Jóvenes en Leningrado, donde ambas se conocieron: «Para allá iban los mayorcitos».
—¿Cómo era la vida? ¿Los trataban bien?
—Los soviéticos eran magníficos, confesó Isabel. Y Alicia recordó que «el director de la Casa de Niños de Kiev, era Héroe de la Unión Soviética, pues ponían a los mejores a trabajar con nosotros. Eran amables, cariñosos; vivían lejos de sus familias, junto a nosotros, para acompañarnos».
Isabel retornó a las noches, cuando aquellos adultos tapaban a los muchachos llegados de tan lejos, para que no pasaran frío al dormir. «Nunca nos pusieron a limpiar aquellas casas donde estábamos protegidos, o algo similar».
Leningrado
Las dos adolescentes aprovecharon la estancia en Leningrado para estudiar. Eligieron licenciatura en Enfermería, materia que cursaron durante un año. «Cuando estábamos allí muy alegres, el 22 de junio de 1941, comenzó el ataque de las tropas de Hitler contra la Unión Soviética —lamentó Alicia—; recuerdo que eso fue dos días antes de mi cumpleaños. Estábamos terminando las clases, y esperando un barco que nos llevaría de excursión, cuando nos dijeron que en horas los alemanes atacarían. La guerra volvió a cambiar nuestras vidas».
En un testimonio inolvidable Isabel ha escrito que, a pesar de un período de guerra sumamente duro, «los soviéticos jamás olvidaron a los “niños” españoles; nos ayudaron lo mejor posible en medio de aquel caos, pese a todas las adversidades, y crearon condiciones para que tuviéramos mayor seguridad. Seguíamos estudiando, trabajando y ayudando en la defensa del país. Muchos de los varones fueron voluntarios al frente, allí ofrendaron sus vidas 121 compañeros, y 115 se contaron entre los desaparecidos».
Cuando estalló la guerra ya Alicia e Isabel incursionaban en el universo de la Medicina. «Entonces, viendo las circunstancias, pasamos un curso de un mes sobre primeros auxilios, para irnos al frente, pero cuando fuimos a entregar los papeles y partir nos dijeron que éramos muy jovencitas, que en Leningrado había mucho trabajo que hacer».
Isabel ha especificado en su libro que «la mayor parte de los niños fueron evacuados más allá de los Urales, al Asia Central y al Cáucaso. Medio centenar de jóvenes quedamos atrapados en el cerco de Leningrado, hasta que en marzo de 1942 nos evacuamos por “el camino de la vida” a través de los hielos del Ládoga, hacia el Cáucaso».
El cerco
En la retaguardia permanecieron las muchachas, en una ciudad que sería sitiada encarnizadamente durante 900 días. «Comenzamos nuestras actividades desmantelando fábricas y talleres; participábamos —recordó Isabel— en la defensa antiaérea, montando guardias en los desvanes de los edificios para evitar los masivos incendios provocados por las bombas. Había que mantener las buhardillas limpias, libres de objetos y con el piso cubierto con una capa gruesa de arena para evitar que la bomba girara y se incendiara. Cuando una bomba incendiaria comienza a girar la fricción provoca el fuego. Eso era lo que había que evitar».
Alicia e Isabel acopiaron madera para leña, cavaron trincheras, atendieron a heridos (algunos de los cuales tenían sus días contados), estudiaron y con frecuencia fueron a las aulas a pie, deteniéndose muchas veces a mitad del camino para bajar a un refugio o adentrarse en un portal por cuenta de los bombardeos.
El invierno que correspondió a esa temporada del cerco fue terriblemente frío. La temperatura descendió a 40 grados bajo cero. «La gente se caía en las calles y muchos morían congelados, las paredes de las habitaciones parecían neveras —evocó Isabel—. Nosotras seguíamos trabajando en la enfermería. Allí iban a parar los muchachos que ya no podían caminar, se les alteraba la psiquis hasta que morían trastornados por el hambre, el escorbuto y la inanición.
«Murieron varios de nuestros compañeros, todos varones, pero no sé por qué ni de dónde las muchachas sacábamos fuerzas para todas las tareas que realizábamos, además de animar a los decaídos y desmoralizados por la debilidad».
Cuando alguien conocido fallecía —casi siempre joven—, las muchachas sacrificaban la cuota diaria de pan (90 gramos) para poder darle sepultura, pues el enterrador, además del precio en monedas, pedía un pan entero: era muy trabajoso cavar en la tierra congelada.
Alicia volvió sobre la imagen de la Casa de Jóvenes que les acogió en Leningrado y que poco a poco se fue quedando sin muebles, sin un pedazo de madera, pues toda era tirada al fuego para mantener el calor: «Dormíamos en el comedor, que era la zona más baja de la casa, así nos sentíamos más seguros de los bombardeos. Los profesores siempre estuvieron con nosotros.
«Veré siempre —confesó— aquellas calles invernales “sin un alma”, y aquel camión con un burrito que trasladaba los pedacitos de pan para cada persona. Un buen día no apareció más. Supongo que al animal se lo comieron.
«Recuerdo historias más tristes: una de mis amigas amaneció muerta, congelada; tomé su bufanda y me la puse en el cuello. Los profesores nos decían que tapáramos los cadáveres con la nieve para evitar enfermedades».
Isabel contó en sus memorias: «En 1942, con la llegada de la primavera, se organizaron brigadas especiales para recoger los miles de cadáveres que afloraban al derretirse la nieve (…). El cuadro era tétrico y la vida parecía estar paralizada. Los propios alemanes que observaban aquella ciudad sin luz, sin agua, sin combustible, sin comida, se preguntaban cómo podía resistir, trabajar y palpitar en silencio».
A pesar de tanta destrucción, los jóvenes españoles recibían de quienes les habían acogido lo mejor que estos podían ofrecer. Era un privilegio (que muchos soviéticos no tenían) desayunar con un vasito de cocimiento de hojas de pino, almorzar un plato de sopa, y cenar otro vaso de cocimiento.
Alicia e Isabel aprendieron un mundo de cosas; entre ellas, a desmantelar tanques de guerra y hacer barricadas. «Ganamos», me dijo Alicia hace más de una década. Ella recordó cómo los alemanes intentaron intimidarlas con mensajes como este: «Mujercitas, ya estáis perdidas, entréguense».
La epopeya de la resistencia costó cientos de miles de vidas. Por estar allí, el entonces Soviet Supremo de la URSS condecoró con la medalla Por la Defensa de Leningrado a las dos muchachas.
La salida
Isabel contó que el lago Ládoga, llamado el camino de la vida, era la vía para el paso del suministro a Leningrado, y también la única posibilidad de dejar aquella ciudad asfixiada. «Pero el lago comenzaba a descongelarse con la llegada de la primavera. Ya estábamos preparados: cosíamos medias y guantes para cruzar. Nos sacaron en autobuses, de noche, cuando el hielo tenía un grosor suficiente. Era inevitable pensar que, si se quebraba, moriríamos. Por suerte llegamos al otro lado. Después nos montaron en un tren de carga y de ahí nos llevaron por toda Rusia».
Los viajes se alargaban más de lo esperado. Las distancias parecían infinitas. Dos días se convertían en tres meses huyendo de los alemanes que iban tomando aldeas y poblados. Cuando parecía que se podría descansar de un largo viaje, había que salir a toda velocidad para evitar caer en manos de los invasores. «Aquello era el caos», rememoró Alicia.
Para salvarse tuvieron que escalar incluso una montaña de tres mil metros que nacía del Cáucaso. Isabel describió la angustia desde su aparente quietud, mientras Alicia desgranó en un quejido largo, casi en un temblor, recuerdos de la guerra.
Mucho tiempo después Alicia e Isabel se reencontraron en La Habana, en una reunión de trabajo. Ninguna de las dos recordaba detalles cuando compartieron sus testimonios hace más de una década. Solo les importaba que eran hermanas, que eso no cambiaría, y que nada les haría olvidar que dieron juntas la batalla por vivir, en medio del terror fascista. Tampoco iban a olvidar que compartían una condición que jamás debió existir sobre la faz de la Tierra y que, a pesar de tanta lágrima, se mantiene y acrecienta: niñas de la guerra.
Homenaje a aquellas horas de resistencia
En Moscú el reloj marcaba las 12 y 43 del día. Era nueve de mayo de 1945. Tras el fracaso de los intentos por rendirse solo ante las delegaciones de Estados Unidos y Reino Unido, el mariscal de campo Keitel firmaba la capitulación incondicional de la Alemania nazi, frente a la delegación que encabezaba el mariscal de la Unión Soviética, Georgui Zhukov. Poco después, el locutor soviético Yuri Levitan daba a conocer la noticia. Finalizaba la Gran Guerra Patria. Los fuegos artificiales convirtieron en día la madrugada moscovita.
Concluía así la más devastadora contienda bélica que jamás conociera el Viejo Continente, que costó la vida a decenas de millones de personas; 27 millones de ellos, ciudadanos de la URSS. Fueron cuatro años de intensos combates, de destrucción y muerte que comenzaron cuando el Tercer Reich puso en marcha la Operación Barbarroja.
El heroísmo y sacrificio del pueblo soviético hicieron trizas las pretensiones de Hitler y sus secuaces. A las puertas mismas de Moscú, el Ejército Rojo destruyó el mito de la invencibilidad de las fuerzas nazis; en Stalingrado frenó su avance; y en el Arco de Kursk tomó la ofensiva, una ofensiva que no se detuvo más hasta que la bandera de la hoz y el martillo ondeó victoriosa sobre las ruinas del Reichstag, el parlamento alemán, en Berlín.
El 24 de junio de 1945 tuvo lugar el primer Desfile de la Victoria. La legendaria Plaza Roja moscovita acogió a regimientos de cada uno de los frentes que participaron en el final de la guerra, de la Marina y de la Fuerza Aérea, así como una representación de academias y escuelas militares, y de la Guarnición de la capital.
Un momento especial tuvo lugar cuando una columna de soldados soviéticos que portaban -inclinadas hacia el suelo- unas 200 banderas y estandartes de las tropas nazis derrotadas, las arrojaron al pie del mausoleo de Vladimir Ilich Lenin, al compás de una marcha militar. Por los adoquines de la Plaza Roja desfiló también una muestra del armamento empleado por las fuerzas soviéticas durante la guerra.
Después de 1945, los Desfiles de la Victoria se convirtieron en una tradición en la URSS, y posteriormente, tras su desaparición, en la Federación de Rusia. Inicialmente tenían lugar en los aniversarios cerrados; y a partir de 1995 se han celebrado anualmente.
Los cubanos siempre hemos sentido especial admiración por la epopeya del pueblo soviético. El líder histórico de la Revolución cubana, Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, afirmó en una de sus Reflexiones, publicada en mayo de 2012: «La colosal hazaña era fruto del heroísmo de un conjunto de pueblos que la revolución y el socialismo habían unido y entrelazado para poner fin a la brutal explotación que el mundo había soportado a lo largo de milenios».
Por su parte, el general de Ejército Raúl Castro Ruz, en su condición de presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, participó en mayo de 2015 en los actos por el aniversario 70 de la Victoria en Rusia, a los que acudieron dignatarios de más de 70 países.
El nueve de mayo es un día de fiesta y conmemoración para los rusos, y es también un momento especial para los pueblos amantes de la paz. El 9 de mayo deviene alerta ante el peligro del resurgimiento y auge del fascismo y otras manifestaciones de odio. Es un aldabonazo en esta hora global, cuando crece la agresividad del imperio y se comete el ataque de exterminio contra Palestina, de forma impune y con la complicidad de los grandes medios de comunicación; cuando se endurecen los bloqueos, se acrecientan la xenofobia y otros males que abruman y amenazan a la humanidad.
Este nueve de mayo, ante un nuevo desfile que celebra los 80 años de la Gran Victoria contra el Fascismo en la Gran Guerra Patria, hay que dar gracias a los héroes y mártires de la epopeya; hay que recordar a las niñas y niños de la guerra, y poner en alto las banderas de la paz, para que no caiga, como ahora mismo sucede bajo la metralla, un inocente más.