Voy a pasar por donde está el pueblo
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Durante estos días de homenaje a Fidel, nuestro sitio web estará compartiendo en varias partes el libro Ahí viene Fidel, con crónicas y testimonios sobre el homenaje póstumo que recibió el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, al paso por Cuba del cortejo fúnebre durante los nueve días de Duelo Nacional.
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El hombre de las dos estrellas parece estar hecho para mirar de cerca la luz. En 1997 acompañó los restos de Ernesto Che Guevara desde La Habana hasta las cercanías de Santa Clara, después los de Vilma, el cuerpo de Almeida, y ahora custodiará la urna que atesora las cenizas del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz.

Cuba amanece este 30 de noviembre de 2016 como una ceiba llorosa, embravecida con el tiempo que, a veces, cual los vientos de cuaresma, agitados se llevan las hojas más altas. Es más de las 7:10 de la mañana. La firmeza de dos hombros en idéntico ritmo de marcha trasladan el cofre desde el pedestal en la Sala Granma hasta el armón verde olivo con el escudo nacional, donde lo acomodan entre rosas blancas, crisantemos, lirios y hojas de helechos.

Son los pasos del oficial con el par de estrellas, del teniente coronel José Luis Peraza López y del joven sargento de veinticinco años Alexei Hernández Leal. Llevan en el brazo izquierdo un brazalete negro en señal de duelo. Con finas correas oscuras sujetan el cofre y le colocan encima una cúpula de cristal. Pronto iniciarán el viaje de más de mil kilómetros por la Carretera Central de la Isla hasta Santiago de Cuba, donde descansará para siempre el líder.

Foto: Juvenal Balan Neyra

El dolor más íntimo roza el aire, y la otra familia grande aguarda afuera. Esta vez, como hace cincuenta y siete años en la Caravana de la Libertad, tampoco Fidel escogió llegar por aire hasta el otro extremo de Cuba. En aquella ocasión prefirió ir muy cerca de los cubanos; ahora también un abrazo de pueblo lo espera. Exactamente a las 7:16 un ruido de motores rasga el mutismo y con triste movimiento los autos comienzan la marcha desde el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

Avanza primero un puesto de mando móvil del Ministerio del Interior (Minint) encargado de las comunicaciones. A unos cien metros lo siguen dos motos tripuladas por oficiales de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR); un carro guía, en el que viajan jefes de las FAR y el Minint; el camión con dieciocho personas entre periodistas, camarógrafos y fotógrafos, y un auto de la Unidad de Patrullas de La Habana.

Detrás, la escolta de honor integrada por tres héroes de la República de Cuba: los generales de cuerpo de ejército Leopoldo Cintra Frías, Polo, ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias; Ramón Espinosa Martín y Joaquín Quintas Solá, viceministros de las FAR, abren paso al yipi que conduce el armón rodeado de flores blancas. Allí están el teniente coronel Peraza, los sargentos profesionales Alexei Hernández Leal, Runier Moreira Arias, Raider Robert Guerra y el chofer Rafael Batista Danger.

Les siguen un microbús azul, asignado como puesto de mando, en el que viaja el coronel Ernest Feijóo, jefe de la caravana; una ambulancia, dos yipis de prevención y por último dos motos de la PNR. A dos kilómetros marcha la reserva de vehículos con mecánicos y técnicos por si ocurre algún desperfecto. Por aire un helicóptero también informa sobre el paso del cortejo, integrado por más de cien personas.

Foto: Juvenal Balan Neyra

Las ruedas se alejan del Minfar, donde ha reposado el guerrillero los últimos tres días, desde que el 26 el General de Ejército Raúl Castro colocara la urna en el pedestal de la Sala Granma. Ahí va el corazón de Cuba, envuelto en cedro y protegido en cristal.

Tenientes, capitanes y oficiales de diversa graduación son los primeros en ver andar la caravana que avanza en sentido contrario a aquella que hicieran los rebeldes la primera semana del triunfo, hace ya casi cincuenta y ocho años. Todos los militares saludan. El Comandante, en su afán de regresarnos una y otra vez a la historia, comienza a repartirse por Cuba desde occidente hasta donde nace el sol.

«¡Ahí viene Fidel!», dice alguien; y por un momento se rompe la mudez con que amaneció La Habana. Desfila el cortejo fúnebre frente al Martí pensativo de la Plaza de la Revolución, la misma que escuchó al estadista tantas veces y vio a millones devolverle aplausos y ovaciones a su palabra viva.

Cientos de miradas humedecidas y pechos apretados. Muchos sollozan. Pasa el armón con su tesoro verde olivo. Fidel se queda en todo, moviliza, sobrevive en los otros y se burla de las ausencias del cuerpo. Por primera vez lo contemplan eterno, ajeno a relojes y leyes físicas.

Se oye el silencio de miles. Solo el sonido de las banderas con el viento rasga la quietud. La avenida Paseo, frente al Teatro Nacional, deja ver un hormiguero interminable de gente. Hay cordones de niños, abuelos ayudados por bastones, muchachos con el nombre del Comandante pintado en la piel, amas de casa, abogados, periodistas, religiosos... Parece que él se hizo aire y toca a cada cubano.

Foto: Juvenal Balan Neyra

No es la imagen de la cajita de cedro que lo protege, es el Fidel de barba enredada, rostro a la sombra de la gorra, uniforme verde olivo, fusil colgado al hombro y mochila a la espalda quien, desde la foto enorme en la Biblioteca Nacional José Martí, niega a la muerte.

La esquina de 23 y Paseo se estremece. Miran, se estrujan la vista, limpian los espejuelos y, si bien los ojos dicen que sí y el corazón que no, el Comandante pasa despacio en la urna.

El yipi que lo lleva no es el de la Columna No. 17 Abel Santamaría sobre el que entrara a la capital un Fidel victorioso de treinta y dos años el 8 de enero de 1959; pero también hoy muchos saludan a la espera de una orden suya.

Emoción, solemnidad sobrecogedora, lágrimas, gritos, y más allá de la imagen triste que deja el cortejo, sus millones de hijos imaginan al Comandante en Jefe de las Fuerzas de Aire, Mar y Tierra de la República sonriente, feliz, de la misma manera que lo describía uno de sus más cercanos jefes militares en la guerra, el comandante Juan Almeida Bosque, aquellos días de éxito nuevo.

En la multitud de la esquina de 23 y E, unos ojos no se confunden entre los cientos que los rodean. Ahí está la muchacha de voz suave que, después de escucharlo días y noches enteras, se convirtió en su biógrafa, Katiuska Blanco, con sus miles de párrafos guardianes de la historia del líder de la Revolución. Esa mirada que le escudriñó gestos y frases, ve de nuevo al Guerrillero del Tiempo, y la voz que le preguntara sobre tantas cosas, le grita a todo lo que le da el pecho: «¡Viva Fidel!».

Foto: Juvenal Balan Neyra

Se aleja el cortejo. La realidad, como estratega silenciosa, golpea. Muchos lloran y lo llaman sin miedo a quebrar la garganta: «¡Fidel, Fidel, Fidel!» «¡Comandante en Jefe, ordene!» «¡Que viva Fidel!».

Se sacuden las calles más céntricas del Vedado. Las esquinas de 23 y G y 23 y L esperan desbordadas de gente. En M y 23, frente a la antigua funeraria Caballero, está Marilú Rego Hernández. Tenía dieciocho años en 1959, y con familiares y amigos de su barrio en Catalina de Güines, en la antigua Habana, hizo una colecta y compró una cadena de oro, su medalla con la efigie de Santa Catalina -patrona del poblado- y unos yugos con las iniciales entrelazadas de Fidel para regalárselos cuando pasara.

Entonces lo esperó frente al cuartel de Catalina y al ver el primer auto, donde venía el líder, la muchacha se puso en medio de la calle y el carro frenó. Fidel desde allí conversó un momento con ella y le entregó un papel que el 15 de enero, le abriría a Marilú las puertas del antiguo hotel Havana Hilton. Allí le dio al Comandante el regalo.

Ahora, sin aquella juventud y con algunos dolores en las piernas, vive en La Habana y siente no decirle adiós en Catalina, donde se le grabó para siempre la mirada optimista del jefe guerrillero.

Foto: Juvenal Balan Neyra

Avanza el cortejo. Son las 7:45 de la mañana y en el malecón los pescadores han guardado sus varas; los turistas, que sin proponérselo son testigos de un día histórico, se confunden entre la muchedumbre; las olas se agitan y el muro está repleto de cubanos.

Se escurre la sal del agua y del llanto. Cuba busca un rostro en cada hombre. Maceo, desde su monumento frente al hospital Hermanos Ameijeiras ve transitar al Gigante y lo honra con la bandera cercana a media asta. La vista alucina para hallar el fin, pues siguen las personas a ambos lados de la avenida hasta la Fortaleza de la Punta, desde donde se divisa la piedra y la historia del antiguo Palacio Presidencial.

La terraza norte en el segundo piso de la edificación recuerda la voz de Fidel. Allí habló al pueblo a su entrada a La Habana. Un mar de gente se reunió por él en esas calles, y alguien le dijo que necesitaría mil soldados para atravesar la multitud y continuar rumbo al cuartel de Columbia. Respondió que lo haría sin uno delante. «Yo voy a pasar por donde está el pueblo»; y todos, igual que hoy, abrieron una fila para que avanzara.

El Morro se ve a lo lejos y hasta en los últimos rasgos de la Avenida del Puerto están los hijos de Cuba, retrato de una hilera infinita de soldados. La caravana que marcha al revés sabe que cada esquina guarda un pedazo del líder.

Similar a los primeros días del triunfo, parece que en la bahía habanera está anclado el yate Granma que lo trajera de México hasta las costas cubanas para reiniciar la guerra. Hace cincuenta y siete años, cuando entró victorioso, Fidel lo divisó y caminó por sus estrechos pasillos. Ahora la historia le dio un viaje diferente. Esta mañana su Granma es un país, y él ha dispuesto la proa rumbo a lo eterno.

Frente a la muralla, en la Habana Vieja, aduaneros, hombres del puerto, muchos lo despiden. Los restos del buque francés La Coubre, que estallara tras un sabotaje yanqui contra la Revolución en la bahía, en marzo de 1960, lo miran como lo hicieron aquella mañana, sin temor al riesgo ni a la muerte.

Fidel continúa su ruta. Una anciana cubre sus labios con las manos y solloza bajito; a su lado, otros sostienen una bandera enorme. La tristeza se siente en todas las calles. Sobre las mismas líneas de ferrocarril que lo sintieron entrar a la capital cuando vino a estudiar al Colegio de Belén en los años cuarenta, rueda su cortejo.

Foto: Juvenal Balan Neyra

En la calle Fábrica, patrulleros y oficiales del Ministerio del Interior, en firme lo saludan. Dobla a la izquierda y toma Vía Blanca. Las aceras y avenidas anchas de la Virgen del Camino se dilatan igual que arterias; están repletas de niños, jóvenes, estudiantes... que apenas dejan avanzar el yipi con el armón.

El teniente coronel Peraza y el sargento Alexei Hernández van en ese vehículo de ceremonia y en más de una ocasión viran su rostro para mirar el cofre rodeado de gente. Es su responsabilidad la custodia de la urna con las cenizas.

De nuevo gritos, miradas húmedas. Y el pueblo de cerca acompaña, custodia y cuida al Comandante. Su dolor repartido lo recibe en toda la Calzada de Güines, la Garita del Diezmero y San Francisco de Paula.

Los laureles altos de la Carretera Central que conduce al Cotorro, municipio por donde entró a La Habana en la Caravana de la Libertad, como frescos militares de posta se mantienen allí. Otra vez dan sombra al Gigante y el afecto de la primera bienvenida.

El helicóptero sobrevuela. Más de quinientos artemiseños e igual número de pinareños han viajado hasta la entrada del Cotorro; y en todos los lugares por los que no pasará el cortejo que respeta la ruta de aquella primera semana de enero, también se le rinde honor al líder.

Mabel Martínez, directora del Mausoleo de los combatientes moncadistas de Artemisa, quien en dos ocasiones recibió al Comandante en Jefe en ese sagrado sitio, contaría semanas después cuánto le entregaron los artemiseños a Fidel durante los días posteriores a su muerte.

«Le dimos más que palabras, le dedicamos lágrimas, agradecimiento, silencio, pues él nunca se olvidó de este pedazo de Cuba. Por el Mausoleo, donde estaba uno de los libros de firmas, pasaron más de treinta mil personas. El día 30 llegó hasta allí una mujer, una santera, que le llevó girasoles.

»El 24 de julio de 2010, durante su segunda visita, fue la última vez que lo vi; pero aún me parece que de un momento a otro va a aparecer y el pueblo lo recibirá como siempre, muy emocionado».

Muchos de los jóvenes que aquel enero lo esperaron en el Cotorro, ayudados por bastones regresan para verlo. Con sus noventa y un inviernos a cuestas, Eliseo Sosa camina despacio. Desde el pedacito de acera que ocupa habla de cuando lo vio pasar junto a los barbudos en 1959 y fue testigo del abrazo entre él y su hijo Fidelito.

Foto: Juvenal Balan Neyra

«Aquello fue tremendo; hacía tanto que no lo veía». Era la ternura de un padre por su pequeño de nueve años y el cariño de un líder por su pueblo, dos amores muy parecidos. Y tampoco olvida Eliseo cómo los trabajadores de la cervecería salieron de la fábrica para rodear a los rebeldes. «Lo saludaban y gritaban su nombre muy contentos. Querían darle una cerveza, pero él dijo que no, que si acaso una malta. Y mira, de nuevo estoy aquí, porque todo lo que hagamos por Fidel es poco».

La caravana rocía tristeza, ausencia y presencia insomne. No son muchos quienes logran guardar las lágrimas, ni pocas las voces ahogadas.

Son las 8:32 de la mañana de este 30 de noviembre y el Comandante, vestido con la bandera cubana, mira por última vez las tierras habaneras y sigue hacia donde la tierra es más caliente.