¡Viva Fidel!
Nacionales
Durante estos días de homenaje a Fidel, nuestro sitio web estará compartiendo en varias partes el libro Ahí viene Fidel, con crónicas y testimonios sobre el homenaje póstumo que recibió el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, al paso por Cuba del cortejo fúnebre durante los nueve días de Duelo Nacional.
Los primeros vientos del amanecer mueven una bandera a media asta. Son las 6:30 de este 4 de diciembre y ya está todo dispuesto. Los yipis del cortejo fúnebre del Comandante en Jefe, con las luces encendidas como en todo momento del recorrido y el paso lento de quienes no quieren llegar, salen del túnel de la Plaza de la Revolución Antonio Maceo y avanzan por la Avenida Patria en el último tramo del viaje que se inició hace cinco días en La Habana.
Esta mañana fría huele a flores y tristeza. Los oficiales de la caravana no usan hoy el uniforme de campaña, todos portan los trajes blancos, de ceremonia. En las calles que ayer aclamaban al Comandante tras su llegada a Santiago, hoy también está la gente, pero los gritos no son los mismos; estos son más bajos. Ayer querían que él supiera cuánto ellos lo quieren. Hoy, que ya lo sabe, en un murmullo surge un «¡Yo soy Fidel!» que esparce el dolor y el respeto de quienes lo miran pasar rumbo al camposanto.
No hay un tramo de carretera sin personas: embarazadas, ancianos, obreros, mujeres con bebés en los brazos, estudiantes, jóvenes con brazaletes del 26 de Julio y combatientes que estuvieron a su lado en la guerra...
El coronel Feijóo sabe que son los últimos minutos del largo viaje. Recordaría después que estuvo «más de mil kilómetros pendiente de la velocidad, que la marcaba el vehículo de ceremonia que conducía el armón; de la carretera; de las flores que se movían; las paradas para limpiar la cúpula... Marché cinco días y cuatro noches detrás del jefe; sin apartarle la vista. Esa imagen es imborrable. El domingo me quedó un vacío inmenso».
Llenos de ausencia se sienten los cubanos. Por momentos, silencio, un silencio que quiebra el pecho. Es la quietud de cientos que sufren ante la imagen del cofre de cedro vestido por la bandera cubana donde se ha guardado desde hace días el corazón de Cuba.
Algunos tienen las manos tras la espalda, otros agitan suave las banderas, levantan una foto suya y miran como lo hacen los hijos agradecidos que se despiden de un padre bueno.
Son las últimas horas de su paso por las calles. Adiós, alma rota, seriedad, murmullo doloroso, carreras de muchos queriendo estar más cercanos, grabaciones, luto, cuadros, y en una ventana están colgados nuestra bandera, un pañuelo negro y un ramo de flores rojas.
«Por siempre Fidel», dice una pancarta enorme al borde de la carretera junto a la imagen sonriente del hombre por el que Cuba está triste.
Dentro de Santa Ifigenia la angustia se puede tocar. La familia más cercana, algunos hermanos de lucha y amigos miran entrar el cortejo fúnebre que se detiene bajo la serenidad de nuestra bandera a media asta. Este 4 de diciembre llegó el Comandante en Jefe hasta un pedazo de suelo en el este, cerca del nacimiento del sol, donde dormirá los próximos siglos.
En el alto monumento a José Martí, el Apóstol de Cuba, acostumbrado ya a la calma inmóvil del camposanto, las manos del general de ejército Raúl Castro Ruz e integrantes del Buró Político del Comité Central del Partido Comunista depositan flores blancas.
Muy cerca del Maestro están los nichos de algunos de los jóvenes que asaltaron junto a Fidel el Moncada, el panteón de otros caídos lejos de la Patria; y una piedra enorme de granito gris traída desde el yacimiento de Las Guásimas, en la Sierra Maestra, sabe que en su interior hoy va a guardar un tesoro.
A pocos metros, en una pirámide, se puede leer en letras de bronce el concepto de Revolución:
«Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos; es desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional; es defender valores en los que se cree al precio de cualquier sacrificio; es modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo; es luchar con audacia, inteligencia y realismo; es no mentir jamás ni violar principios éticos; es convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y las ideas.
»Revolución es unidad, es independencia, es luchar por nuestros sueños de justicia para Cuba y para el mundo, que es la base de nuestro patriotismo, nuestro socialismo y nuestro internacionalismo».
Sopla un poco el viento, se humedecen los ojos. Antonio Castro, uno de los hijos de Fidel con Dalia Soto del Valle, le dice al teniente coronel José Luis Peraza que ya es hora de iniciar la ceremonia de inhumación.
Cercanos a ellos, el resto de los hijos y Dalia miran cómo, con toda la marcialidad que exigen esos minutos, los dos alzan la cúpula de cristal. Peraza retira la bandera, da media vuelta, la dobla y coloca sobre otro pedestal dispuesto para ello desde la noche anterior.
Toman la tapa del cofre, la levantan. Toni hace un gesto como para quedarse con ella, pero Peraza le expresa: «Tómalo tú». Tembloroso, el hijo lleva sus manos al cofre y saca la urna con las cenizas de su padre, que es también el de millones de cubanos.
El oficial cierra el cofre vacío y da la vuelta. «¿Quieres que yo lo sostenga?», pregunta a Toni. «Sí». Y se lo entrega al hombre de las dos estrellas.
Entonces Dalia, que tiene de flor y escudo, le dice: «Déjame cargarlo». Y sostiene el peso más amoroso. Le pide a Toni que la sujete con la mano derecha y a otro de sus hijos por el brazo izquierdo.
«Quiero ver si puedo caminar con él», expresa. La ayudan, avanza unos pasos y lo tiene cerca de su pecho por última vez.
De esas manos cómplices el teniente coronel Peraza toma la urna. Gira y comienza a marchar hacia Raúl, que está frente a la piedra. El militar afirma más el paso de revista, el General de Ejército gira, ya lo espera. Cuando están de frente, le entrega la urna con las cenizas de su hermano.
Frente al corazón abierto de la roca, Raúl coloca el tesoro con aroma de cedro. Baja los brazos, pero otra vez los sube y vuelve a tocar a su compañero de las travesuras, de la lucha y de la vida.
Colocan entonces la lápida de mármol verde que cierra el nicho y tiene grabado con letras de bronce: FIDEL, así, sin apellidos, grados ni cargos; solo como lo llama el pueblo. Raúl, igual que aquellos días de la Sierra, levanta su brazo y con un saludo militar se despide. Con ese gesto dice tantas cosas que en pocos segundos el dolor vuelve a estremecer hasta a quienes duermen en Santa Ifigenia.
Flautas, clarinetes, saxofones, trombas... en las manos de setentaicinco jóvenes de la Unidad de Ceremonias casi terminan de tocar Eterno Fidel, canción compuesta por el maestro de la Banda de Música, teniente coronel Ney Miguel Milanés Gálvez, aquel hombre que en la madrugada del 26 de noviembre se sentó al piano en La Habana y pensó en Fidel.
El corneta toca atención y las notas del Himno de Bayamo junto al sonido desafiante de veintiuna salvas de artillería en honor al Comandante en Jefe quiebran el silencio. Llama la corneta a la quietud, y parece que en cualquier momento un traje verde olivo va a aparecer, una barba de luz alumbrará todo, levantará el Gigante su dedo índice y convidará de nuevo a la lucha. Fidel se respira más allá del cedro que lo guarda.
El golpe de unas botas sobre el suelo rompe el mutismo. Comienza la ceremonia al Héroe Nacional a la que se suma la primera guardia de honor, que desde ahora y para siempre custodiará al Comandante en Jefe.
Una rosa blanca en las manos de Raúl llega hasta el reposo eterno de Fidel. Luego depositan otras flores los dirigentes políticos y el Comandante de la Revolución Guillermo García Frías. La familia y los presidentes, líderes y amigos llegados en los últimos días y horas desde otros países también le llevan rosas blancas.
Aquí, donde descansan Martí, Carlos Manuel de Céspedes, Mariana Grajales, Guillermón Moncada, José Maceo, treintaidós generales de las contiendas independentistas; Haydée, Melba, Frank y tantos otros que lo dieron todo porque Cuba fuera libre, ahora está Fidel quien, con su costumbre de avanzar sin miedo hasta el final, ha ido una vez más al encuentro con la historia.
Mientras, afuera del cementerio, una joven intenta secarse las lágrimas, lo mismo hace una señora, y un niño, y un hombre negro... Sobre el pecho de su madre, como quien trata de encontrar refugio, se acomoda un pionero de pañoleta roja. La tristeza se reparte por Santiago y a todos parece tocarle mucha. Un señor de unos sesenta años no levanta la mirada del suelo, hace minutos que está así, pensando quizás en todo lo que pierde Cuba en estos instantes cuando dentro de una piedra se coloca a Fidel. Y ya no aguanta más, desde su impotencia humana, embravecido con la muerte, se quita los espejuelos y con un pañuelo seca su llanto.
Entre la multitud que espera, una mujer deja que le corran las lágrimas para que con ellas se vaya un poco el dolor. Otra se pone la mano en el pecho, susurra alguna oración y sin encontrar consuelo mira hacia allá, donde han guardado para siempre al Comandante.
Hay niñas de apenas tres años junto a sus padres, casi inmóviles, siendo testigos de uno de los días más tristes que ha vivido la Isla. Por momentos algún que otro sollozo raja el aire. Abrazada a su foto de guerrillero con mochila y fusil, una santiaguera de ojos mojados mira al horizonte.
En medio de tanta angustia y quietud, una señora de frente a todos levanta su brazo y grita: «¡Yo soy Fidel!», y enseguida todos estos que sufren en las afueras del cementerio la siguen en un coro que rompe el silencio, y da paso a la infinitud de un hombre.
Entre las voces, la misma señora le grita a Fidel: «Padre, tú puedes descansar, te amarán eternamente. Este es Santiago de Cuba, rebelde ayer, hospitalaria hoy, y heroica siempre». Y ya al final, muchas voces se le unen y exclaman: «¡Viva Fidel!» «¡Viva!» Gritan todos: «¡Patria o Muerte! ¡Venceremos! ¡Hasta la Victoria Siempre!».
Por un momento el dolor encuentra consuelo en el fervor de quienes no dejarán morir a Fidel ni el día de su propia sepultura. Los de adentro sufren por irse y la gente afuera, que escuchó el himno y se estremeció con las salvas, tampoco quiere partir. Todos quieren quedarse ahí, a las puertas del cementerio santiaguero, donde dicen que ahora se está más cerca de Fidel.
Ya en la tarde comienza el pueblo a pasar frente a la piedra. Pero lo que nadie conoce es que fueron muy pocos y prácticamente en secreto quienes trabajaron durante diez años para concebir cómo sería el sitio de reposo para el Comandante en Jefe.
Cuentan que en el 2006 Raúl le encomendó la tarea al arquitecto Eduardo H. Lozada León, quien, junto a su esposa de igual profesión, Marcia Pérez Mirabal, idearon el lugar. Fue el comandante Juan Almeida Bosque quien imaginó cómo sería el cercado perimetral y para ello propuso que en pequeño reprodujeran el monumento a José Martí en Dos Ríos. Luego de su muerte, el general de cuerpo de ejército Ramón Espinosa Martín continuó con la encomienda.
Ya él había visto la piedra y señaló el lugar exacto en el que se encontraba. Durante tres años se pulió, perforó el espacio para la urna, se revistió el interior y preparó la tarja de mármol verde.
La roca pesa unas cuarentainueve toneladas, tiene cerca de cuatro metros y asemeja su forma a un grano de maíz. Fidel no quiso más. Ya dijo Martí donde cabe toda la gloria del mundo.
A ambos lados de la senda que lleva hasta el líder hay piedras traídas de ríos de la Sierra Maestra cercanos a La Plata y Uvero, los primeros combates victoriosos del Comandante y su guerrilla. Cada detalle allí es un símbolo, desde las posturas de café en las jardineras hasta los helechos de las montañas que recuerdan el verde olivo de los uniformes rebeldes.
No habrá estatuas de bronce con su figura, ni escuelas que lleven su nombre, tampoco bustos en los parques; es su voluntad, pero por él, como dijo Eusebio Leal en la Asamblea Nacional: «No podemos convertir en consigna, ni vaciar en bronce, ni en mármol, ni en palabras huecas, ni en alharaca, ni algarabía, ni en jolgorio su pensamiento [...]
»Cumplamos la voluntad de un vivo, no de un muerto», sentenció el historiador de La Habana, y como si Fidel hablara ante el Parlamento, prosiguió: «No me rindan culto de palabra, ríndanme culto de obras: que se levante la producción, que se levante el campo, que se levante el trabajo, que avergüence el robo;
que se sienta orgullo de nacer en esta República, que no emigren, que permanezcan, que trabajen, que se unan [...]».
Hace nueve lunas que Cuba llora. Ya se extraña al Comandante. Hoy acaba el duelo pero no el dolor. Volverán las banderas a subir casi toda el asta. Se ha ido un grande de la Historia. En lo adelante, la vida de Fidel dependerá de nosotros.