Tu nombre es el de todos
Nacionales

Durante estos días de homenaje a Fidel, nuestro sitio web estará compartiendo en varias partes el libro Ahí viene Fidel, con crónicas y testimonios sobre el homenaje póstumo que recibió el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, al paso por Cuba del cortejo fúnebre durante los nueve días de Duelo Nacional.
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El amanecer de este 1.º de diciembre sorprende a muchos de los que han acompañado al Comandante sin apenas dormir. Hubo cubanos en vela preparando el segundo día de viaje, los reporteros editando, escribiendo... Las floristas Daylis y Marbelis ante los ramos. En cada parada ellas cuidan la frescura y posición de los crisantemos, lirios y rosas blancas que rodean las cenizas del Comandante en Jefe.

A escasos minutos para las 7:00 de la mañana, Peraza y Alexei, quienes en la medianoche lo llevaron frente al Che, ahora con la marcialidad y el respeto de siempre, devuelven la urna de cedro al armón.

Una nueva escolta de honor avanza con Fidel. Otros tres oficiales superiores, con guantes blancos y brazaletes fúnebres, irán hasta Camagüey. El primero es el general de división Raúl Rodríguez Lobaina, jefe del Ejército Central; detrás, el guerrillero rebelde y Héroe de la República de Cuba, general de división de la reserva Ramón Pardo Guerra, jefe del Estado Mayor Nacional de la Defensa Civil, y el general de brigada Rafael Calderín Tamayo, jefe de Aseguramiento y Servicios del Ministerio del Interior.

Las ruedas comienzan a moverse sobre el granito de la plaza y las calles de Santa Clara vuelven a llenarse de pueblo. De día los villaclareños pueden apreciar mejor el cortejo. Avanzan los yipis con las luces encendidas y toman la avenida Marta Abreu rumbo al parque Leoncio Vidal.

Foto: Juvenal Balan Neyra

En todo el camino, jóvenes oficiales del Minint y pioneros a coro le gritan: «¡Fidel, amigo, el pueblo está contigo!» La gente con banderas le dice adiós; estudiantes con su imagen desde cuadros, y otras voces le exclaman: «¡Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel!», porque, desde que los enseñó a ser dignos, su nombre es el de todos. Y así, eterno y multiplicado, se extiende por esas calles del centro del país que están repletas por él.

Sobre azoteas, techos y balcones graban los celulares. Hay personas en la acera y algunos, en la puerta de sus casas, a solo unos metros, lo ven pasar. En una de esas, azul y con el número 68, un anciano se sostiene a un andador sobre su única pierna; junto a él, su esposa e hija miran también a Fidel.

Al llegar al parque, frente al edificio de la biblioteca José Martí, antiguo Ayuntamiento donde habló al pueblo el mayor general Máximo Gómez el 13 de febrero de 1899 y lo hizo después de sesenta años el Comandante, el 6 de enero de 1959, se detiene la caravana.

Allí están las farolas y las columnas guardianas de esa historia. Una bandera cubana enorme y dos retratos del Comandante visten la edificación, mientras de las bocinas escapa la voz de Sara González en su eterno canto a los héroes y el himno de Cuba que entonan todos.

Por los malestares de sus ochentaidós años, mientras otros iban hasta el parque o la carretera, a un hombre las piernas no le respondían y estaba en su casa. «Yo no puedo ir, pero me voy a poner mi traje con todas mis medallas». Y los nueve días que duró el duelo, Terencio Pozo Vargas, uno de los clandestinos que en Santiago de Cuba luchó junto a Frank País, y luego en la Columna No. 17 del Segundo Frente Oriental llegó a La Habana el 8 de enero, tuvo puesto su uniforme de guerrillero.

Flauta, como todos lo llaman a causa de la extrema delgadez que tuvo al recuperarse de un accidente cuando era uno de los soldados en la Sierra, no dejó de recibir cada 6 de enero a los niños que reeditaban la Caravana de la Libertad. «Y lo que son las cosas de la vida, esta vez no pude ir, sin embargo, sigo aquí, siempre dispuesto», asegura quien aparece junto a Fidel en la foto triunfante de la entrada a la capital que muestra una de las caras del billete de un peso.

«¡Fidel! ¡Fidel! ¡Fidel!» lo llaman. Marcha el cortejo por la calle Colón hasta incorporarse a la Carretera Central, hacia la salida de Santa Clara. En este nuevo trayecto cientos lo despiden. Policías, oficiales de las FAR y el Minint; estudiantes de la escuela militar Camilo Cienfuegos y de la Universidad Central de Las Villas llenan la avenida y la última rotonda de la ciudad. Unos metros más adelante se sigue escuchando el himno y en cada tramo, desde las manos de algunos en los edificios, ondea nuestra bandera.

Foto: Juvenal Balan Neyra

Está nublada la mañana. Las primeras lomas del centro de la Isla se divisan a lo lejos, transita Fidel por los bateyes de Miller y Oliver hasta llegar a Falcón, un pueblo a once kilómetros de Placetas. Mucha gente allí, donde en diciembre de 1958, para la toma de Santa Clara, Che ordenó dinamitar el puente sobre el río de ese pueblito a orillas de la Carretera Central.

El Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque, quien acompañó a Fidel en la Caravana de la Libertad, justo en este lugar escribió en su libro La Sierra Maestra y más allá: «En Falcón tenemos que tomar un desvío pues el puente es un amasijo de hierros y hormigón que nos impide el paso, como días antes se lo impidió a las fuerzas de la tiranía; con ese fin fue destruido».

Llega a Placetas el cortejo y frente al parque se detiene unos minutos. Se escucha el himno nacional, versos que se han entonado en todos los pueblos villareños por los que ha pasado. La ciudad, con sus más de dos kilómetros llenos de personas, lo contempla avanzar hacia Sancti Spíritus.

A la salida bordea la antigua estación Radio Nacional de Placetas desde la cual el Che hablara al pueblo la noche del martes 23 de diciembre de 1958, horas después de que el comandante médico y sus guerrilleros liberaran el territorio.

En aquellos tiempos, una niña de nueve años oía los partes rebeldes tras las tablas de la casa donde sus padres y algunos vecinos, a escondidas, también escuchaban a los principales jefes de la guerrilla. Hoy, la remediana Ernestina Pérez tiene sesentaiséis años, no vive cerca de la Carretera Central, pero desde su casa en el pueblito de Tahón, despide a Fidel mientras le asegura a su nieta Dayara cuánto le debe al Comandante. «Yo no sé mucho, llegué al doce grado, pero si Fidel no hubiese triunfado, sabría menos todavía».

Foto: Juvenal Balan Neyra

¡GIGANTE, ETERNO COMANDANTE!

La tela de dos banderas enormes juega con el viento. Es el límite entre Villa Clara y Sancti Spíritus y unos camiones grúas con el brazo levantado estiran desde su altura hasta el suelo las enseñas de unos veinte metros, la del Movimiento 26 de Julio y la cubana. Las franjas y la estrella, vigilantes de la historia de esta Isla, ven pasar los carros del cortejo fúnebre.

Los molinos han detenido sus aspas, y con ojos de asombro y tristeza, los hijos de esa región despiden a Fidel en el instante en que cruza el puente de la Central sobre la Autopista Nacional.

Es poco más de las 9:00 de la mañana de este jueves 1.º de diciembre y, al líder que no muere, lo mira un anciano en silla de ruedas, un campesino con el sombrero en el pecho, niños, mujeres, trabajadores... Y así, con todos sus habitantes al borde de la vía, el pueblo de Cabaiguán, primer municipio de la provincia espirituana, lo recibe.

Se detiene el cortejo a unos metros de los laureles del Paseo, al lado de la estatua a tamaño real del comandante rebelde Faustino Pérez, hijo de esa tierra. Se escuchan fuertes, desde la voz de cientos, las notas de nuestro himno.

Foto: Juvenal Balan Neyra

«¡Fidel! ¡Fidel! ¡Fidel!», lo llaman, quizás como hace cincuentaisiete años un día nublado y frío igual que el de hoy. Entre la multitud, un cabaiguanense con una cámara fotográfica espera su oportunidad. «Fue la casualidad, o quiso Dios que el cortejo parara frente a mí. Tomé un sinnúmero de fotos en las que apareció el cofre cercano a la estatua de Faustino. Tuve esa suerte», cuenta Rafael Ángel Rangel.

Sobre su paso por esta tierra en el recorrido de libertad del 59, Almeida, en su obra ya citada, escribió: «De nuevo por la Carretera Central, pasamos por Guayos, después por Cabaiguán, tierra de tabaco cultivado en su mayoría por isleños de Canarias. Aquí el pueblo se desborda en alegría en el parque-paseo en el centro de la carretera». En este viaje inverso, primero llega Fidel a Cabaiguán y luego a Guayos. La historia se cuenta al revés.

Ya se aleja el guerrillero protegido por un cristal y el cariño de Cuba. Desde azoteas, balcones y aceras las personas lo honran. Lo mismo sucede en Guayos, pueblito de tradicionales parrandas, voladores y fuegos artificiales igual que Remedios, Zulueta y Vueltas en Villa Clara. Bajo una lluvia ligera se alzan banderas y carteles. Los jóvenes no se van, y siguen sus gritos de ¡Yo soy Fidel!

A la ciudad de Sancti Spíritus entra sobre las 10:30 de la mañana. La avenida que conduce al parque Serafín Sánchez Valdivia y al Centro Histórico da la impresión de que no soporta una persona más.

La llovizna no cesa, pero todo está repleto de gente y apenas pueden transitar los carros. Se ven cuerpos en cada espacio, no queda ni uno vacío. Muchos han venido de municipios vecinos; otros, de allí mismo, temprano para reservar un buen puesto entre la muchedumbre.

Foto: Juvenal Balan Neyra

Llega el líder de la Sierra al parque que, con pasos, fotos, carteles y conversaciones, se llenó durante la madrugada, semejante a aquella del 6 de enero de 1959, también de insomnio, en la que Fidel hizo un alto en su viaje triunfal hacia La Habana y les habló.

Su cortejo le da la vuelta a la plaza pública. Montones de jóvenes han tomado sus calles. Al chofer del vehículo de ceremonia que conduce el armón, sargento de tercera Eduardo David Zamora Batista, el corazón le salta en el pecho como no le había sucedido en sus veintiún años de vida. Diría después, cuando pudo contarlo, que «había mucha gente reunida allí. Niños, jóvenes, ancianos gritando ¡Yo soy Fidel! y llorando. A mí me daban ganas de llorar, pero no podía. Durante el viaje, por tramos manejé el yipi; me turnaba con el otro chofer, también de apellido Batista, pero donde más personas vi fue en ese lugar».

Aclaman a Fidel, agitan las banderas, lo miran y le gritan para que los escuche dondequiera que esté: «¡Fidel, gigante, eterno Comandante!». Y frente al mismo sitio donde él hablara en los días de victoria, la Biblioteca Provincial Rubén Martínez Villena, antigua sede de la Sociedad El Progreso, se detiene. Aquella vez dijo:

«Es posible que nunca antes [...] se hubiese reunido en número tan considerable la ciudadanía de Sancti Spíritus en un acto que no convocó nadie, que lo convocó el pueblo, cuando no se sabía a ciencia cierta a qué hora pasaría nuestra caravana hacia La Habana y cuando sencillamente no son las doce del día, ni las tres de la tarde, ni las diez de la noche, son las dos de la madrugada, y es, además, un día de frío y parece que de lluvia también. ¿Pero qué le pueden importar a nuestro pueblo las inclemencias de la naturaleza en estos tiempos en que ha aprendido a vencerlo todo?».

Cuatro fotos enormes dan fe de su presencia en el alma de los hijos de este territorio, y con fuerza que sale de adentro, de lo más hondo, Sancti Spíritus canta el himno de Perucho Figueredo.

Las manos alzan teléfonos para grabarlo ahora que se ha hecho viento y palabra viva. Así, en medio de la emoción de miles, la caravana avanza y retoma la Central por la Avenida de los Mártires, la misma por la que había entrado al parque. En ese regreso, desde un balcón, tres muchachos, uno de ellos treintañero, gritan: «¡Viva Fidel!»

A la salida de la ciudad lo escoltan banderas cubanas, del 26 de Julio e hileras gruesas de gente. Gritos sobre el techo de algunas casas aclaman a quien no se fue ni aun después de muerto; estudiantes de la escuela militar Camilo Cienfuegos con respeto lo saludan.

La espirituana María Elena Mompeller Linares, de cincuentaicuatro años, está frente a la terminal, en la carretera que conduce a Jatibonico. «Antes de pasar el cortejo, un lada con un altavoz nos explicó que guardáramos la distancia y que podíamos agitar banderas, filmar y decir consignas», recuerda.

En ese lugar se han reunido también los pacientes del Hogar de Ancianos Ever Riverol Bernal. Al paso de Fidel todo queda en silencio. Las personas no saben irse, es como si hubiesen olvidado el camino de regreso. «Yo me puse fuerte para que los viejitos no se emocionaran más», contaría María Elena.

El cortejo deja la ciudad. Continúa hasta El Majá y luego Jatibonico. Juan Almeida Bosque, en la misma obra, registró: «A la entrada, sobre el paso superior del ferrocarril, una multitud aplaude y aclama. El pueblo desbordado de alegría nos recibe a ambos lados de la carretera que atraviesa este poblado. A la salida de la ciudad, después de una curva, pasamos por el puente de hierro sobre el río Jatibonico, que marca el límite entre Camagüey y Las Villas. A ambos lados de la carretera vemos grandes extensiones de caña y en la distancia distinguimos las elevaciones de la sierra del Escambray [...]».

Contaba el capitán rebelde Juan Nuiry Sánchez, quien estuvo también en el recorrido de entonces, que no fue fácil llegar a Sancti Spíritus desde Ciego de Ávila, pues los revolucionarios habían destruido dos puentes en la Carretera Central para impedir el traslado de fuerzas de la dictadura a la antigua provincia de Oriente: «Nos vimos obligados a transitar por la carretera de El Majá hasta El Jíbaro, y la caravana de yipis, camiones y tanques entró [a Sancti Spíritus] por la calle Máximo Gómez».

Hoy no hay obstáculos como los hubo en 1959, pero de nuevo Fidel avanza invicto. Hasta en zonas poco pobladas hay espirituanos. Lo han escoltado durante los setentaiún kilómetros de Carretera Central desde los límites con Villa Clara hasta su salida hacia Ciego de Ávila. Atrás, en las casas, están las anécdotas de quienes han regresado, las fotos tomadas que ya son históricas, y el mismo sentimiento se comparte una y otra vez.