«Padre, mi familia te agradece».
Nacionales
Durante estos días de homenaje a Fidel, nuestro sitio web estará compartiendo en varias partes el libro Ahí viene Fidel, con crónicas y testimonios sobre el homenaje póstumo que recibió el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, al paso por Cuba del cortejo fúnebre durante los nueve días de Duelo Nacional.
Camagüey despierta con el Gigante en su territorio. Es 2 de diciembre. Este mismo día, hace sesenta años, él llegó a Cuba por Los Cayuelos con un puñado de soñadores.
Cuba entera piensa en esas coincidencias de la historia y de la vida. Poco después de las 6:00 de la mañana, los autos del cortejo fúnebre entran a la plaza. Autoridades de la provincia, camarógrafos, fotógrafos y periodistas ocupan sus posiciones. El pueblo, desde hace horas cubre cada pedazo de la carretera.
Integran la escolta de honor que irá hasta Bayamo el general de división Rafael Hernández Delgado, jefe del Ejército Oriental; el general de división de la reserva Antonio Enrique Lussón Batlle, Héroe de la República de Cuba; y el general de división Romárico Sotomayor García, jefe de la Dirección Política del Minint y Héroe de la República de Cuba.
José Luis Peraza y Alexei Hernández Leal, con el cofre de cedro sobre sus hombros, se trasladan desde el Salón Jimaguayú hasta el armón, lo colocan sobre la carriña, le ponen las correas y encima el cristal.
Así inicia su tercer día de viaje. Sale de la plaza. Durante unos minutos los cuatro oficiales del yipi que conduce el armón, sentados, saludan mientras pasan frente a policías, militares, aduaneros y los primeros citadinos que lo ven.
Avanza otra vez por la Avenida de la Libertad y toma la calle Cuba hasta la salida rumbo a Las Tunas. Durante el trayecto otra multitud aguarda; muchos corren a su lado, otros graban, gritan: «¡Viva Fidel!».
Tras los barrotes de una ventana muy cerca de la calle, han colgado una bandera cubana, bajo las franjas y la estrella, un hombre mira con tristeza el cortejo. La Plaza de la Caridad lo recibe con muchas enseñas y las notas del himno nacional. La música sale de unas bocinas, pero las voces no son grabadas, el coro a viva voz de la gente es el que se oye.
Desde este sitio el Comandante le habló al pueblo en 1959. «Se siente uno intimado cuando se tiene que parar delante de una muchedumbre tan gigantesca como la de esta noche». Así dijo aquel domingo 4 de enero ante miles de camagüeyanos que se reunieron por la misma razón de hoy: verlo.
Recordó en su discurso los atropellos que sufrieron los cubanos durante la dictadura recién derrotada de Fulgencio Batista. «Yo no sé cuántos cubanos han vivido estos siete años sin haber recibido un golpe, un empujón, una bofetada, un culatazo, un insulto; qué cubano no ha perdido un ser querido o un amigo vilmente asesinado; qué cubano no guarda luto en su ropa o en su corazón [...].
»La guerra se acabó ayer y ya estamos trabajando, trabajando más que cuando no había paz; la paz para nosotros es trabajo triplicado, es lucha triplicada. Y estaremos luchando, mientras nos quede una gota de energía estaremos en pie y no descansaremos y no dormiremos [...]».
Esa noche, durante su conversación con periodistas cubanos y extranjeros, defendió el derecho del pueblo a estar informado y el deber de los reporteros de ser veraces. Al otro día, 5 de enero, todavía en Camagüey, declaró por terminada la huelga general que él mismo había convocado el 1.º de enero desde Palma Soriano.
Reunido dentro de un avión en la pista del aeropuerto con Ernesto Guevara, quien le informó de las complejidades políticas de La Habana por esos días, planificaron el paso de la caravana hacia occidente.
Sobre el Comandante y los camagüeyanos aquel primer domingo del 59, el capitán de la Columna No. 1 José Martí, Juan Nuiry Sánchez, contaba: «Fidel iba en un tanque y se bajó para hablar con el pueblo. Las mujeres vestían sayas negras y blusas rojas, los colores del 26 de Julio, y en las calles no se podía dar un paso; era imposible calcular la cantidad de personas que estaban presentes».
Luego de numerosas lunas y victorias, son otras las generaciones; pero sigue él por las calles agramontinas, e igual que ayer, cuando entró de noche a la ciudad, desde azoteas y aceras lo saluda su pueblo. Obreros, niños, estudiantes, amas de casa y muchos civiles y militares en firme, lo despiden hasta la salida de la urbe.
Ya atraviesa llanuras y potreros, y avanza por las cercanías de Jimaguayú. Frente a una casa cercana a la vía, un anciano y su hijo contemplan el cofre. Ya en Sibanicú todos lo esperan. «¡Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel!», le gritan al verlo.
A la entrada de Cascorro, en una zona despoblada, un hombre solo, sobre su caballo, alza una pequeña bandera cubana. Después de algunos kilómetros, otros exclaman: «¡Se oye, se siente, Fidel está presente!».
Sigue su paso lento dejando nudos en la garganta, tristezas en el alma, recuerdos eternos. Pero aún hay fuerza para agitar los brazos y con ellos las banderas, mientras los vehículos verde olivos, escoltas de un deseo y un pedazo de la historia, siguen su rumbo hasta donde sale el sol y nació la libertad de la Isla hace casi sesenta años.
«¡Comandante, usted no va a morir jamás!», grita una mujer desde la acera cuando lo tiene enfrente. Por momentos hay silencio, y luego otra vez la frase «¡Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel!» en los labios de muchos.
Ancianos en sillas de ruedas llegan hasta la orilla de la calle, hombres con el sombrero en el pecho, con niños en los brazos, jóvenes que sostienen carteles; y el sentir de ese pueblo se lee con letras blancas sobre un muro de cemento: «Fidel, siempre estaremos junto a ti y te recordaremos por siempre. ¡Vivan Fidel y Raúl!».
Frente al Instituto Preuniversitario Roberto Coco Peredo, a la salida del pueblo, en medio de sus alumnos, el profesor Ricardo Salazar Crespo, de sesentainueve años, espera. Él conoció al Comandante el 19 de julio de 1990 durante un congreso en La Habana.
«¿Tú fuiste el que me dijiste que eras de Cascorro?», cuenta Ricardo que le preguntó Fidel. Y él respondió: «Sí, de donde son las cremitas de leche». Allí le pidió que le escribiera algo para su pueblo en el reverso de la tarjeta de invitación. Caminando, el líder le escribió: «Para Cascorro, muy heroico en nuestras guerras de independencia».
Con esos recuerdos y un pedazo de su herencia mambisa, lo ve pasar y sujeta una enseña diferente a las demás. Es la del comandante Nazario Arteaga García, miembro de la escolta del General en Jefe Máximo Gómez quien, al regresar de la Guerra del 95, solo trajo tres recompensas: su revólver, un burro, y esa bandera. Con su tela centenaria y arrugada, hoy despide a otro Comandante que, como aquel que la trajera a esta tierra hace más de un siglo, peleó también por la libertad.
Cuando el cortejo deja atrás las casas y encuentra potreros de nuevo, un campesino desde su caballo coloca su sombrero blanco a la altura del pecho y contempla con mucho respeto el cofre entre flores. Hasta en esta zona donde no se divisan hogares han venido personas, sobre todo campesinos con su ropa de trabajo. Uno de ellos sostiene nuestra bandera que se agita rebelde por el viento.
«Fidel, viviremos, lucharemos y moriremos por tus ideales. Te amaremos para siempre. Hasta la eternidad», han escrito con letras negras sobre una sábana blanca a la orilla de la carretera. Tal vez el autor del improvisado cartel es el hombre que, junto a la tela, carga una niña de meses, o el campesino con el sombrero en el pecho que está solo a unos metros.
«Viva Fidel», se lee en letras rojas desde un cartón que sostienen las manos menudas de un niño que aún no debe ir a la escuela. Él lo ve todo, se ha vuelto grande sobre los hombros de su papá, y mientras pasa el Comandante, los ojos se le abren como planetas.
Desde el camino de su casa, distante de la vía, camina una señora triste y llega justo en tiempo para decir adiós. Al galope de su caballo, por la orilla de la cerca, un montero lo acompaña alrededor de doscientos metros.
En esos campos, cuando casi Fidel abandona Camagüey, un campesino de unos setenta años, al borde de la carretera, solo, frente a su casa de madera, alza un cartel que lo supera en tamaño:
«Padre, mi familia te agradece».
PALOMAS SOBRE FIDEL
Mientras el cortejo fúnebre pasa frente a ella, grita «¡Viva Fidel, Viva, Viva!». Es una de los miles de tuneros de los ocho municipios de la provincia que, desde muy temprano, cubren los más de sesentaicinco kilómetros de Carretera Central que se extienden desde la comunidad de El Yunque hasta Loma Alta.
Son las 11:24 de la mañana y a las puertas del territorio, aunque faltan aún treinta kilómetros para llegar a la urbe, militares en firme saludan. Al Comandante lo ven pasar mujeres con niños en brazos, campesinos, trabajadores y, en medio de la multitud que lo llama, una voz que quiere gritar su nombre más alto, se quiebra.
La Carretera Central acoge a los habitantes de los municipios de Amancio, Jobabo, Colombia y los de las comunidades de Jobabito y La Anacahuita, pues todos quieren que Fidel siga a Santiago, pero luego de recibir su homenaje sencillo al borde de los caminos.
Pasados siete minutos, el poblado La Guanábana ve asomar la caravana con sus banderas cubanas, del Movimiento 26 de Julio, fotografías del líder y la admiración del pueblo que no quiere perderlo.
Arriba el cortejo a la comunidad de Bejuco, situada a diecinueve kilómetros al oeste de la ciudad de Las Tunas. Yariguá, La Caldosa y el reparto La Victoria en las proximidades de la urbe, lo despiden con respeto y gratitud.
Hay banderas a media asta en los brazos de muchos y, a la entrada del Cornito, los hijos del Cucalambé, el poeta del siglo XIX que tantos versos escribiera a esta tierra, lo reciben con un abrazo de pueblo.
Pasado el mediodía entran los vehículos a la ciudad por la Avenida Mayor General Vicente García. Otra vez palomas sueltas y tuneros con sus fotos en el pecho. A lo largo de la calle las manos se alzan para mostrar sus imágenes junto al mejor amigo de Cuba, Hugo Chávez, o al lado de Raúl... otras hablan de un Fidel joven y vigoroso.
Mucha gente llena los lados de la calle, graban con los teléfonos móviles, levantan a los niños para que puedan ver bien el cofre de cedro que atesora al hombre que luego de bajar de la Sierra nunca se afeitó la barba porque sabía que era un símbolo para su pueblo.
Hay instantes de silencio y minutos llenos de gritos: «¡Fidel, gigante, eterno Comandante!» o «¡Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel!». Numerosos brazos sostienen una bandera cubana enorme. «Hasta Siempre, Comandante», le han escrito con piedras blancas en el suelo. Sobre el techo de las casas o paradas de ómnibus hay personas.
En las manos de una maestra rodeada de pioneros, un yate Granma de papel recuerda que un día como hoy, 2 de diciembre, Fidel desembarcó por el sur oriental de la Isla.
Mientras avanza la caravana las notas del himno nacional salen de cientos de gargantas. Frente a una carpa blanca prevista para auxiliar a quien en medio de la emoción lo necesite, tres doctoras sobre sillas dicen adiós.
En 1959 algunos tuneros agitaron sus brazos para saludarlo y coreaban su nombre. «Aquella vez —rememora el rebelde Omar Fernández—, aquí se abastecieron de combustible los vehículos y comieron los combatientes. Celia Sánchez mandó a los del 26 en esa zona a hacer emparedados y nos los repartieron. Recuerdo que a mí me dieron un cartucho con dulces y pan con jamón y queso.
»Fidel, con algunos de los muchachos, esa madrugada estuvo en una cafetería. Allí comió algo, ordenó que hicieran una lista con todo lo consumido y pagaran al momento. Así fue, esa era una orden que teníamos todos desde la Sierra. Uno podía comprar un refresco o cualquier alimento, pero había que pagarlo».
Ahora pasa el Comandante y la gente se queda con el recuerdo de haberlo visto en su último viaje por Cuba. Hace cincuentaisiete años, cuando recorrió la Isla con sus barbudos victoriosos, «en todos los lugares el pueblo les pedía a los guerrilleros un recuerdo: una bala, un brazalete... Decían: “Deme esto, deme aquello”».
Así cuenta Omar y recuerda, además, que casi todos los combatientes tenían un collar con la Virgen de la Caridad, regalo de las campesinas bayamesas durante los meses de la guerra. «Y eso siempre nos lo pedían; muchos lo obsequiaron. El pueblo quería cualquier cosa que le recordara después ese día. En numerosos sitios las muchachas nos esperaban con sayas y blusas rojas y negras, los colores del 26. Y se nos lanzaban para besarnos las mejillas como agradecimiento y prueba del cariño que le tenían a la Revolución. Eso no fue mentira, las muchachas y hasta los hombres nos besaban».
Hoy han llegado al borde de la vía vestidas de negro; voces de mujeres, hombres y niños se unen y exclaman: «¡Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel!», en un coro que parece no terminar jamás. Crece la multitud bajo los portales del centro de la ciudad, cercanos a la Iglesia Católica donde las plantas de tunas, símbolo que da nombre a la región, separan, por muy pocos metros, al pueblo del cortejo.
Frente a la estatua de José Martí, se oye: «¡Fidel, amigo, el pueblo está contigo!»; y bajo las palmas reales del parque, estudiantes universitarios, la mayoría con banderas cubanas, aclaman y observan el cortejo mientras surgen, desde audios, las notas del himno de Cuba.
Una señora vestida de luto y entre la muchedumbre, en firme saluda. «¡Patria o Muerte!», grita alguien desde una acera. «¡Venceremos!», le responden cientos de voces.
Durante veinticinco minutos los reporteros han narrado, fotografiado y grabado desde el camión toda la travesía por la ciudad. Ellos, seis mujeres y doce hombres entre los cuales solo cuatro eran militares: la teniente coronel Francy Espinosa González, fotógrafa; la capitana Sonia R. Pérez Sosa, periodista; la primer teniente Liset Cruz Estrada, y el suboficial Lázaro Marrero Correa, camarógrafo; han resistido horas de pie sin apenas comer o tomar agua, y bajo el sol y la lluvia muchas veces, pues la lona del techo cubría solo una parte.
Desde aquel pequeño espacio de muy pocos asientos, trabajaban día y noche. Concluir el recorrido de una jornada, no significaba para muchos descansar; tenían que escribir, editar para la televisión o enviar fotografías a agencias, sitios web y periódicos con el resumen de lo acontecido. A algunos así les sorprendía el otro amanecer y debían continuar.
Enormes enseñas cubanas y del 26 de Julio, junto a estudiantes de secundaria, politécnico, preuniversitario y Medicina, mucho pueblo, observan cómo el cortejo se aleja de la urbe tunera.
Cerca de la 1:30 de la tarde arriba al poblado de El Rincón, el cual limita con los municipios de Las Tunas y Majibacoa. Transita después por Calixto, Gastón, el pueblito Vivienda y Sabana Grande. La caravana que se adentra en el Oriente deja detrás Cañada Honda, última localidad de Majibacoa y de la provincia tunera.