Muchas gracias, Santiago
Nacionales
Durante estos días de homenaje a Fidel, nuestro sitio web estará compartiendo en varias partes el libro Ahí viene Fidel, con crónicas y testimonios sobre el homenaje póstumo que recibió el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, al paso por Cuba del cortejo fúnebre durante los nueve días de Duelo Nacional.
Hace cuatro días inició el viaje hacia el Oriente de la Isla. Ya faltan pocas horas para llegar a la cuna del sol. Esta mañana del 3 de diciembre está igual de triste que el cielo. Los cuentamillas de los diez vehículos de la caravana hablan de más de novecientos kilómetros recorridos.
Son casi las 9:00 y bajo el puente de hierro del ferrocarril que sirve de límite entre Granma y Santiago de Cuba pasa el cortejo fúnebre del Comandante. Las calles del poblado de Baire, en el municipio Contramaestre, lo esperan, y otra vez llega Fidel aquí, donde le dan la bienvenida los hijos de la tierra valiente.
Los primeros son los estudiantes de la escuela militar Camilo Cienfuegos, quienes, saludando con su mano derecha sobre la frente, ven cómo vuela sobre la urna y los maizales más de un bando de palomas mensajeras.
Un cartel de cemento indica al visitante su llegada a este territorio; frente a él, dos jóvenes levantan una foto de Fidel. Detrás, dos banderas a media asta y, sobre paredes azules, blancas y rojas, la frase: «Santiago de Cuba, rebelde ayer, hospitalaria hoy y heroica siempre».
A lo largo de la vía antes de entrar a Baire, el pueblito que en febrero de 1895 se levantara en armas contra el colonialismo español, están adolescentes y jóvenes, muchos de ellos alumnos de la enseñanza preuniversitaria que exhiben brazaletes rojos y negros como los que usaban Fidel y los integrantes del Movimiento 26 de Julio en los tiempos de la lucha clandestina y guerrillera.
Ya la vista alcanza las primeras elevaciones de la Sierra. El pueblo sigue ahí, al pie de la Carretera Central, donde hay también un cordón de estudiantes de Medicina. Una mujer sobre una piedra con su hijo de meses en los brazos dice adiós. Muy cerca, un niño con su uniforme de prescolar tal vez piense en las veces que su corta edad le permitió ver a Fidel en la televisión y agita una pequeña bandera del 26 de Julio.
Estudiantes de las enseñanzas primaria, secundaria y técnica mueven las enseñas y corean: «¡Yo soy Fidel!» Oficiales de las FAR, con todo el respeto que inspira el saludo militar, lo honran mientras avanza.
En las casas de campo están los taburetes vacíos recostados a las tablas. Sus dueños han salido para verlo. Niños, desde los hombros de sus abuelos o padres tratan de grabar en su memoria el momento.
Hay carretas haladas por tractores en los caminos cercanos. En ellas llegaron hasta aquí los campesinos de los bateyes entre las lomas. Los hijos del pueblo saludan con banderas, con sus gorras y sombreros, e igual lo hacen las madres con sus hijos pequeños, y otra vez se ven los uniformes rojos y blancos con pañoletas y a escucharse la voz de los pioneros aclamando a Fidel.
Los altos pinos de la carretera junto a miles de santiagueros reciben al líder en Baire. La imagen del general independentista Saturnino Lora, símbolo del alzamiento mambí en esta tierra, parece erguirse ante la caravana. Vuelven las huellas de la historia a sentir las botas del Comandante. «¡Se oye, se siente, Fidel está presente!», gritan los bairenses. Muchos deben recordar aquel año de 1958, cuando las fuerzas guerrilleras tomaron su pueblo.
Las nubes no han dejado salir el sol, pero el agradecimiento de miles da luz; y los yipis mantienen las suyas encendidas. De nuevo el cortejo atraviesa zonas de cultivos donde hay pocas casas. Así avanza hasta que cruza el puente verde de hierro y llega a Contramaestre.
Entre postes a la entrada de un camino cuelgan de un cordel dos banderas, una roja y negra donde se lee con letras blancas Héroes del Moncada y la de la estrella única. En medio de ellas, cartones con fotos de Fidel recortadas de periódicos y, muy cerca, una anciana vestida con bata de casa apura su paso octogenario para observar silenciosa el cortejo.
Igual lo hacen un señor que llega hasta una reja próxima a la calle y un campesino de unos sesenta años con su sombrero de guano en el pecho, mientras miles de cubanos gritan: «¡Yo soy Fidel!».
En el segundo piso de una vivienda está la imagen del guerrillero de la Sierra y una pancarta con el concepto de Revolución. Frente a los muros del puente de la línea del ferrocarril, donde está dibujado el rostro de los Cinco Héroes, a la salida de Contramaestre, transita el Comandante. Y mientras pasa frente a la entrada del central América, el sol se deja ver en este cuarto día de viaje.
Un camino con dos hileras de palmas reales conduce a la casa de madera de puntal alto en la que, a finales de diciembre de 1958, Fidel estableció la comandancia del Ejército Rebelde. Desde allí dirigió la toma de Palma Soriano, el avance de las tropas rebeldes sobre Santiago y redactó, cuando supo que el general batistiano Eulogio Cantillo intentaba dar un golpe de Estado en la capital, el llamamiento a la huelga general.
El cortejo sigue su avance lento. Lejos, a la derecha de la carretera, están las montañas por las que caminaron y combatieron los rebeldes del Tercer Frente Mario Muñoz bajo las órdenes del comandante Juan Almeida Bosque. Aún más distantes, a la izquierda, las elevaciones en las que lucharon los guerrilleros del Segundo Frente Oriental Frank País comandados por Raúl Castro Ruz.
Mientras se acerca más a ellas, las dos sierras, la Maestra y la Cristal, honran al jefe de todos los frentes de lucha. A la orilla del camino un cartel avisa: «Por aquí cruzó el comandante Raúl Castro con sus hombres para crear el Segundo Frente Oriental...».
Eso ocurrió en marzo de 1958, cuando por orden de Fidel, su hermano salió de la comandancia de La Plata con su guerrilla hacia el norte de la otrora Oriente para crear otro bastión de combates contra la tiranía de Fulgencio Batista.
Hoy el pueblo vibra como si viera al Comandante en Jefe vivo. «¡Ahí viene Fidel!», dicen muchos cuando ya está próxima la caravana. «¡Ordene, Comandante!» llena el aire la voz de una mujer.
A pocos kilómetros de la entrada a Palma Soriano, las ruinas de la casa de la finca El Tamarindo cuentan sobre el día en que vieron llegar a Fidel, Raúl y Almeida para planificar la toma de esa ciudad.
Muy cerca de allí el cortejo se detiene en la primera parada técnica del día, cuando faltan pocas horas para entrar a la urbe santiaguera. Luego de unos quince minutos se reanuda la marcha y sigue su paso de veintitrés kilómetros por hora, el ritmo promedio que ha mantenido desde hace cuatro días.
Poco antes de las doce arriba a Palma. La voz de un niño se alza: «¡Yo soy Fidel!», y continúa la caravana por una zona de muchas montañas y pocos bateyes, de ahí que sean menos los cubanos a la orilla de la carretera.
Una familia pequeña, solitaria entre las elevaciones, levanta una bandera por el que ha muerto. Es tan grande el homenaje de quienes salen de sus casas de madera con una fotografía de Fidel en una mano y una bandera en la otra, como el que hacen miles de concentrados en las ciudades.
Por el poblado de Melgarejo, muy cerca del Santuario de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, va el Comandante. Sobre las piedras grandes que hay al borde del camino se han subido algunos para verlo mejor. Una butaca a la orilla de la carretera revela que algún familiar ha llevado a una anciana, pero a ella en este instante, no le pesan sus años y se levanta cuando mira el cofre de cedro que traslada las cenizas del líder cubano.
Vuelve el cielo a pintarse de gris. La lluvia se anuncia pero no cae. La caravana sube y baja lomas. Alguien sobre el camión donde viaja la prensa anuncia que falta poco para llegar a Santiago. Hacia las alturas se aprecian casas de guano y techos de zinc en las laderas de las montañas. Sus moradores, guardianes de una historia, rinden honor a Fidel.
Los carros se detienen. Otra vez las manos del mayor Gilberto Luis O’Farrill limpian la cúpula de cristal humedecida. «Nunca estamos preparados para estas cosas. Pensábamos que el Comandante iba a ser eterno, que nosotros falleceríamos primero. Siempre lo veíamos tan fuerte, creímos que podía seguir acompañándonos muchos años más.
»Aún hablo y la voz se me quiebra. Lo que vimos desde que salimos de La Habana hasta Santiago fue un pueblo unido dando amor a su líder. Durante el viaje no voy a decir que lloré como lo hice después, pero las lágrimas se me salieron varias veces. Hubo momentos muy duros. Nos tocó acompañarlo, pero estoy seguro de que cualquier cubano hubiese querido estar en el lugar de nosotros», comenta.
Luego de veinte minutos se reanuda la marcha. Pronto se ve la ciudad. A la orilla de la vía y sobre alturas cercanas miles de sus hijos esperan. Estudiantes de secundaria, hombres, mujeres y ancianos tienen brazaletes negros y rojos del 26 de Julio...
Un hombre viste de blanco desde la gorra hasta los zapatos, lleva en el cuello los collares de Oshún, Obbatalá, Elegguá y otros santos, lo mismo simbolizan sus pulsos; su mano izquierda levanta una bandera cubana, con la derecha sostiene un celular que graba el momento, y en la cara tiene la tristeza por la muerte del Gigante.
Así entra Fidel a la ciudad rebelde de Santiago de Cuba, donde estudió los primeros años de su vida. «¡Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel!», repiten y el coro toma aún más fuerza. El pueblo se multiplica cuando pasa el cortejo cerca de la Plaza de la Revolución Mayor General Antonio Maceo Grajales.
Entre los miles que agitan banderas, toman fotografías y levantan fotos del líder barbudo y Che Guevara, alguien eleva un cartel en el que se lee: «Fidel, Santiago te llora, te abraza, te ama. No te vas, tú estás aquí por siempre, Papá».
Gente en las aceras, sobre barandas, en los techos de las casas y en las cabinas de los camiones, algunas sombrillas por el sol que comienza a quemar y enseñas del 26 de Julio, el mismo movimiento que, liderado por el Comandante, se dio a conocer cuando atacó dos cuarteles aquí, en el Oriente de la Isla.
Frente al hotel Rancho Club, hombres, mujeres y niños lo saludan y repiten su nombre. La caravana avanza y quienes van en ella por segundos escuchan versos del himno nacional cantados por la gente o palabras a él. A su paso las voces se pierden, pero el sentimiento perdura.
Santiago tiene el alma a media asta y la tristeza pesa en el aire. «¡Fidel, amigo, el pueblo está contigo!», le aseguran. Las calles se estrechan por tanto pueblo. Hay quien busca mejor posición sobre elevaciones cercanas a las avenidas. Desde allí, con las dos manos en alto, dicen adiós.
«Sí, las ideas no se matan y tampoco mueren, ¡hasta la victoria siempre! Comandante en Jefe, ¡Ordene!», está escrito con tiza en un cartón carmelita que sujetan en una esquina llena de personas.
Hasta los bordes de la carretera, donde se acaba la tierra firme y comienza el precipicio, hay santiagueros. Desde cualquier sitio gritan: «¡Fidel!, ¡Fidel!, ¡Fidel!», «¡Se oye, se siente, Fidel está presente!», es el coro de pioneros y estudiantes de las enseñanzas técnica y secundaria. Su nombre y su espíritu llenan las calles cercanas al centro de la ciudad, que humedecidas por una llovizna minutos antes de que entrara la caravana, sienten sobre ellas el paso del armón donde, con perfume de cedro y coraza de cristal, está Fidel.
Santiago recibe y despide. Banderas y fotografías del hombre por quien lloran cuelgan de los balcones. En los portales, techos de segundos pisos y en la calle está el pueblo. Hay jóvenes sobre los árboles de la avenida y, desde los hombros de su papá, una niña lo graba todo. «Yo soy Fidel», dice otro cartel que alza una pequeña de pañoleta azul, como para que el mundo entero lo lea.
En un techo, una familia sujeta una sábana donde han puesto con letras negras: «Querido Fidel, te decimos desde aquí ¡Hasta la Victoria Siempre!» En el extremo inferior derecho está dibujado su grado de comandante y, en el izquierdo, una foto suya recortada de algún periódico.
En la azotea del edificio 18 del distrito José Martí, el camarógrafo Norberto Almira, quien en tantos momentos estuvo junto al Comandante grabando sus frases, gestos y andares por Santiago, busca con su lente la cajita que abriga al Fidel interminable.
«Me puse nervioso. Él estaba pasando por las mismas calles que un día recorrimos. Sentía los gritos de la gente de abajo como si estuviesen al lado mío. Primero vi el helicóptero, luego el camión de la prensa y, cuando encuadré con la cámara el cofre, se me salió una lágrima que cayó en el cristal, empañó la imagen y casi no me dejaba ver. Pero acerté. Por última vez grabé su paso por aquí», dice.
«¡Fidel es Santiago, Santiago es Fidel!» se escucha mientras la caravana, con sus luces encendidas, recorre las arterias principales de la cuna de la Revolución. Por todos lados hay carteles con imágenes y sabias frases del Comandante. Las banderas no dejan de agitarse. Los niños con sus uniformes escolares han tomado las calles y quienes no han tenido tiempo para llegar a la orilla de las avenidas corren para no perderse el paso del cortejo.
Sobre un techo hay a veces más de cuarenta personas y las aceras no soportan uno más. Las mujeres, desde los balcones, agitan flores. Algunos gritan y otros miran casi sin poder creer que Santiago tiene a Fidel en el estrecho espacio de una urna.
Entra el cortejo al parque Céspedes, y parece que los ojos que podían quemar los espejuelos miran desde el balcón del Ayuntamiento donde anunciaran siendo jóvenes la victoria del Ejército Rebelde contra la dictadura de Batista la madrugada del 2 de enero de 1959. Allí se detiene la caravana.
La imagen y la voz de Fidel, desde un video en los balcones cercanos al hotel Casagranda, traen nostalgia mientras recuerdan aquel 1.º de enero de 1984 cuando el jefe barbudo le entregó a Santiago de Cuba el Título Honorífico de Ciudad Héroe de la República de Cuba y la Orden Antonio Maceo.
«Tú nos acompañaste en los días más difíciles. Aquí tuvimos nuestro Moncada, nuestro 30 de Noviembre, nuestro Primero de Enero. A ti te honramos especialmente hoy y contigo a todo nuestro pueblo que esta noche se simboliza en ti.
»Que siempre sean ejemplos de todos los cubanos tu heroísmo, tu patriotismo y tu espíritu revolucionario. Que siempre sea la consigna heroica de nuestro pueblo la que aquí aprendimos: ¡Patria o Muerte!
»Que siempre nos espere lo que aquí conocimos aquel glorioso primero de enero: la victoria. Gracias, Santiago».
Junto al pueblo están Ramiro Valdés, Comandante de la Revolución que lo acompaña desde los días del Moncada; Esteban Lazo, presidente del Parlamento cubano; integrantes del Buró Político del Partido Comunista de Cuba; autoridades del territorio; los Cinco Héroes de la República: René González Sehwerert, Gerardo Hernández Nordelo, Ramón Labañino Salazar, Antonio Guerrero Rodríguez y Fernando González Llort; y su hijo mayor Fidel Castro Díaz-Balart.
Las notas del Himno de Bayamo llenan el sitio. Y entre afirmaciones de «¡Se oye, se siente, Fidel está presente!», sigue la caravana por otros barrios santiagueros.
El rostro del hombre de las dos estrellas, quien viaja en el vehículo de ceremonia que conduce la urna rodeada de rosas blancas, está preocupado. El seguro del armón que sujetaba el cofre no estaba previsto para subir las pendientes santiagueras.
Rafael Batista, el joven chofer, multiplica las capacidades del carro. «¡Oye, esto sube!», cuenta Peraza que le dijo mientras hacía maravillas para ascender la empinada loma de Versalles.
Y subió. La caravana gira y coge por el barrio de Chicharrones en busca de la Plaza de Marte, en el centro de la ciudad, pero antes hay otra elevación. «Yo sabía que tocaba esa loma y antes de empezar a subir le dije a los muchachos: “Si el yipi se para o se va hacia atrás nos tiramos bajo las ruedas”, pero el cofre lo protegemos como sea».
Escucha entonces por el radio del auto la voz de Feijóo, el coronel que va al frente del cortejo: «¡Peraza, vamos otra vez para una pendiente!»; «Feijóo, si el yipi se va hacia atrás, nosotros nos tiramos bajo las ruedas. Ustedes agarren el armón».
Y comienzan a subir. El carro donde viaja Feijóo viene detrás del armón, abre las puertas y se disponen a hacer lo necesario si el seguro no resistiera. El coronel, por la radio, le dice a Batista: «¡Estás faja’o, te veo en el combate! Estás cumpliendo».
Y el muchacho contesta: «No se preocupe que esto llega. Al Comandante no le va a pasar nada. ¡Todo por Fidel!» Cuentan que al escuchar al joven en el puesto de mando se hizo un silencio total. Quien habló es uno de los tantos herederos que el Comandante deja.
Las manos sobre el timón siguen en la batalla. El motor tose y amenaza con detenerse. La bomba de gasolina ha arrastrado del fondo del tanque residuos que llegaron al carburador y provocaron los fallos, pues son vehículos nuevos que han estado guardados.
No obstante, el yipi llega al pico de la loma. Arriba, cuando se asienta el combustible, empeora. Con dificultad, pero como quien libra y gana otro combate casi al término de la contienda, el mismo carro que salió de La Habana y ha caminado 1125 kilómetros, entra a la Plaza de Marte.
El pueblo lo espera. Los autos bordean el lugar, nadie se cansa de repetir: «¡Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel!». Se escuchan otra vez las notas gloriosas de nuestro himno. Continúa su recorrido el cofre de cedro bajo la cúpula de cristal humedecida. «¡Socialismo es Fidel!», le gritan desde la calle, donde los santiagueros lo escoltan.
Tras la breve parada, los fallos del vehículo aumentan y se apaga el motor llegando a la posta 3 del Moncada, justo por donde el joven Fidel planificó entrar el día del asalto en 1953, junto a un grupo de muchachos de la Generación del Centenario. «¡Cuba es Fidel!», asegura un mar de pioneros en las aceras cercanas. Los niños dicen adiós. El respeto se respira.
El yipi logra encender, avanza un poco, pero cuando dobla y toma la Carretera Central para llegar a la Plaza de la Revolución Antonio Maceo, ya no responde y se detiene. La gente sigue aclamando a Fidel. Marcialmente se bajan los cuatro militares del carro que conduce el armón y empujan. «¡Qué viva Fidel!», exclama una voz; y de entre la multitud un ¡Vivaaa...! intenso. Entonces el auto rueda loma abajo hasta la plaza.
Los militares que siempre lo han acompañado más de cerca realizan la misma ceremonia para bajar el cofre del yipi y marchando llegan hasta el Salón de los Vitrales donde lo colocan sobre un pedestal. Igual que en las lunas pasadas, varios soldados protegen la urna mientras el líder descansa.
Esta noche, los pasos y las voces de guantanameros, santiagueros, granmenses, tuneros y holguineros llenan la plaza Antonio Maceo. Todos están aquí por el Comandante que, luego de hacerse eterno, sigue movilizando multitudes. Santiago está despierto por él.
«¡Raúl, amigo, el pueblo está contigo!», le gritan al general. Y con su tristeza infinita y la fuerza que le trasmiten millones, otra vez su voz le habla a Cuba:
«En medio del dolor de estas jornadas, nos hemos sentido reconfortados y orgullosos con el sentir de los jóvenes y niños cubanos que expresan ser dignos continuadores de las ideas de Fidel.
»[...] el líder de la Revolución rechazaba el culto a la personalidad, hasta las últimas consecuencias, incluso, después de fallecido. Nunca quiso que su nombre fuera para plazas, calles, instituciones...
»En correspondencia con la determinación del compañero Fidel presentaremos a la próxima sesión de la Asamblea Nacional del Poder Popular las propuestas legislativas para que prevalezca su voluntad [...]».
Ante los restos de Fidel en la Plaza de la Revolución Mayor General Antonio Maceo Grajales, en la heroica ciudad de Santiago de Cuba, juramos: defender la patria y el socialismo y juntos reafirmemos la sentencia del Titán de Bronce: «Quien intente apropiarse de Cuba recogerá el polvo de su suelo anegado en sangre si no perece en la contienda».