¡Gracias por todo, Fidel!
Nacionales

Durante estos días de homenaje a Fidel, nuestro sitio web estará compartiendo en varias partes el libro Ahí viene Fidel, con crónicas y testimonios sobre el homenaje póstumo que recibió el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, al paso por Cuba del cortejo fúnebre durante los nueve días de Duelo Nacional.
None

Aunque faltan solo horas para que llegue diciembre, el sol presume de su fuerza ardorosa. Algunos bajo sombrillas y otros con la piel desprotegida esperan. Ya casi es mediodía y cerca del puente de piedra que soporta el paso del ferrocarril y divide a Mayabeque de Matanzas, hay personas desde temprano.

Fotógrafos, camarógrafos y periodistas que acompañan al Comandante desde la capital, en el único camión de la caravana, retratan, graban y narran gestos, frases y miradas de los matanceros.

Así bordean Ceiba Mocha, el primer poblado de la provincia. Atraviesa Fidel el valle de tierra roja que lo conduce por bateyes a la orilla de la Carretera Central; y los habitantes también miran, graban y lloran tras su presencia.

Antes de entrar a la Atenas de Cuba, hombres privados de libertad del centro penitenciario cercano al río San Agustín, detrás del muro amarillo de la prisión, ven pasar en silencio a quien siempre confió en el derecho del ser humano a levantarse y seguir.

Próximo está el puente de hierro que, en diciembre de 1958, el capitán Pepe Garcerán y otros compañeros intentaron destruir para frenar el paso de refuerzos de la tiranía hacia el Oriente, pero el ejército batistiano los sorprendió y en ese mismo sitio asesinaron a Garcerán durante su primera misión como jefe de la columna guerrillera Ángel Ameijeiras, Machaco. Frente al monumento que recuerda al joven, a un costado del puente, pasa Fidel.

Hileras humanas custodian su trayecto hasta la entrada de Matanzas, donde lo reciben los estudiantes de la Escuela de Iniciación Deportiva (Eide) y del Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas Carlos Marx. Alumnos extranjeros de la Facultad de Ciencias Médicas también agitan las enseñas de sus países. La bienvenida que Matanzas le tributa se dibuja con el color de esas banderas y en la grata imagen de la nuestra, colgada y enorme al fondo de la institución.

Tras las ventanas del hospital con el nombre del expedicionario del Granma y comandante del Ejército Rebelde Faustino Pérez Hernández se pueden ver a algunos enfermos de pie, esperando al guerrillero que venció al tiempo y tantas veces a la muerte.

«A Matanzas entré en un yipi Willys con Fidel. Lo pellizcaban, le halaban la camisa, y él no hacía nada. Ese era su pueblo. Yo le subía el cristal, para que no lo halaran, porque su seguridad era mi responsabilidad», cuenta el primer teniente rebelde Marcelo Verdecia Perdomo, quien era entonces un guajirito cienfueguero, parte de su escolta.

Tal vez como aquel día, al borde de la calle o sobre elevaciones cercanas aguardan jóvenes y viejos. Desde lo alto de los muros del parque René Fraga, con celulares o tabletas lo graban todo. Otra multitud se halla en la estrecha calle Milanés, allí los adolescentes de secundaria levantan cuadros con la imagen del Comandante y muchas personas han subido a balcones y azoteas. No hay un pedazo de orilla vacío en ese kilómetro y medio. De momento las ruedas del cortejo se distancian de los pies de las personas por solo centímetros.

Frente a las altas casas coloniales de cemento y sin portal, bajo los cables del tendido eléctrico que se cruzan, marcha el cortejo. Las aceras acogen más cuerpos de lo que pueden y ceden, dejando que los matanceros cubran también la calle. Fidel sigue y a su paso un mar de pueblo lo escolta detrás.

El parque de la Libertad lo escuchó desde el balcón del Ayuntamiento provincial la noche del 7 de enero de 1959. Entonces decía: «Aún nos queda algo de energía y voz para saludar al pueblo de Matanzas. Lo único que no me gusta es que este balcón está muy alto y yo estoy muy lejos de ustedes, yo quisiera estar más cerca de ustedes. Yo quisiera estar allá abajo, pero si ustedes me ven a mí, yo no los veo a ustedes [...].

»Decía que lamentaba no estar más cerca, porque yo no he venido a los pueblos a hacer discursos, no he venido a los pueblos a hacer retórica, no he venido a los pueblos a impresionar a nadie, he venido a los pueblos a hablar con el pueblo».

Ahora avanza cerca de personas a menos de un metro, como él quería. Termina la calle Milanés, dobla el cortejo a la derecha, deja a un lado el Museo Palacio de Junco y pasa frente al Sauto, donde hasta en los balcones del teatro se han reunido para decirle adiós.

Ante su estación están los bomberos, e igual que en 1959, una bandera cubana sobre el ático a la entrada del antiguo edificio de piedra cuelga en señal de respeto, reconocimiento y honor.

Cruza el puente de hierro sobre el San Juan. Las aguas están quietas y los pescadores detienen sus lanchas. Entre los cientos de personas que llenan la Calzada de Tirry está, toda vestida de negro, la poetisa matancera Carilda Oliver Labra, quien ya le puso una flor verde a Fidel, símbolo rebelde de un pedazo de Sierra y de su uniforme.

Sentada en un sillón en la puerta de su casa espera. Y cuando está frente a ella, olvida el peso de sus noventicuatro años y se pone de pie. Por esos días dijo que el Comandante fue «un héroe sin saberlo nunca, gigante de los pobres, manso y rudo, enérgico y suave, delicado, atormentado y valiente revolucionario, organizando siempre a los pobres, levantándonos... No se puede llorar por él, porque no se ha muerto. Es como las palmas de Cuba, fenece una y allí mismo nace otra... No lo voy a ver nunca muerto».

La mujer de mirada azul que en los tiempos iniciales de la guerra escribiera versos para él, hoy tiene una imagen gigante del líder en uno de los ventanales de su casa que permite leer su Canto a Fidel. Así le dice adiós a su «novio de todas las niñas que tienen el sueño recto» y otra vez le da las Gracias por ser de verdad,/ gracias por hacernos hombres,/ gracias por cuidar los nombres/ que tiene la libertad.../Gracias por tu dignidad,/ gracias por tu rifle fiel,/ por tu pluma y tu papel,/ por tu ingle de varón./ Gracias por tu corazón./ ¡Gracias por todo, Fidel!

Atrás quedan el puente y la poesía, y por la vieja terminal de ferrocarriles el cortejo dobla a la izquierda y traza su rumbo en busca de la playa. Cercana a los muros del antiguo malecón, nuestra bandera a media asta se mueve y habla del dolor de Cuba.

Desde que se le perdió por las calles habaneras, el mar no había visto más a Fidel, hasta ahora, donde la serena bahía de Matanzas lo pone de nuevo cerca del azul. Ante esas mismas olas, el 26 de julio de 1991, Fidel abrazó a Nelson Mandela y le habló al pueblo yumurino.

Continúa el viaje hacia Peñas Altas y frente a la edificación de trece pisos, en una valla al borde de la carretera, su célebre imagen saltando desde un tanque de guerra en abril de 1961, recuerda al líder que venció en Girón a los mercenarios.

Testigo de esa foto fue el doctor Julio Font Tió, quien atendió a decenas de heridos en un hospitalito en Jovellanos y Playa Larga. «Ya lo conocía desde antes, pues coincidimos en la Universidad de La Habana, lo que él estudiaba Derecho y yo Medicina», aclara.

A sus noventaiún almanaques, aunque, como dice, «los años borran muchas cosas», el cirujano recuerda cuando Fidel habló en el parque de la Libertad, pues él fue a escucharlo luego de hacer sus visitas a los pacientes en el hospital de Versalles. Esta vez, desde su casa en la ciudad de Matanzas, estuvo al tanto de todo.

En esa carretera, junto a sus estudiantes de la escuela de Arte, está la ucraniana Lilia Lenina y su hija. Llegaron las dos a Cuba en octubre de 1988, pues la pequeña Cristina necesitaba ayuda, era uno de los miles de niños afectados por el accidente nuclear de Chernóbil. Pasaron tres años y conocieron a Fidel en una sala del hospital Frank País.

«Apareció de pronto. Sabían que podía llegar a cualquier hora. Lo vi tan grande, tan fuerte. Las enfermeras lo veían y lloraban de emoción. Se interesó por todo, cómo me sentía, cómo era la atención, y me trasmitió seguridad, tranquilidad y esperanza».

A Cristina, afectada de ambas caderas por malformaciones congénitas debido a la radioactividad, y enyesada desde los hombros hasta las piernas, la levantaron para que saludara al hombre que le parecía un gigante verde. «Subió hasta él, le dio un beso y le tocó la barba. “¡Qué barba!”, le dijo, y él sonrió».

En 1993, después de más de diez operaciones, la niña aprendió a sostenerse. «Todo es gracias a Fidel. Él es padre. Empezó el proyecto de Chernóbil cuando Cuba estaba en pleno período especial, y él buscó recursos para atender a los niños. Eso no se olvida nunca», dice Lilia.

Luego de más de cien kilómetros de viaje y antes de salir de la ciudad, el cortejo realiza la primera parada técnica de unos quince minutos en el Estado Mayor del Ejército Central. Aquí abastecen de combustible, limpian los vehículos de ceremonia y se quita el polvo del camino a la urna de cristal.

Para quienes viajan: una merienda rápida, unos minutos para ir al baño, y los periodistas, además, buscan tomas de corriente para cargar celulares y laptops.

Prosigue la marcha. Una nueva escolta de honor acompaña a Fidel. Otros tres generales de la Patria, con guantes blancos y brazaletes negros, ocupan sus puestos en el yipi que antecede al del armón: delante, junto al joven chofer, el general de división Onelio Aguilera Bermúdez, jefe del Ejército Occidental; detrás, el guerrillero rebelde y Héroe de la República de Cuba, general de división de la reserva, Ulises Rosales del Toro, y el general de brigada del Ministerio del Interior Marco Antonio Hernández Arcalá, jefe de la Dirección de Cárceles y Prisiones.

Tampoco quienes van en el yipi que traslada el armón son los mismos. Para este recorrido se han creado dos grupos. El principal está compuesto por el teniente coronel Peraza, el sargento Alexei Hernández Leal, los sargentos de primera Runier Moreira Arias y Raider Robert Guerra, y el chofer Rafael Batista Danger, trabajador civil de las FAR.

Ahora es el turno del otro, el de la reserva, dirigido por el mayor Gilberto Luis O’Farrill Ramos; lo integran, además, el segundo suboficial Ariel Cámbara La Rosa, el suboficial Reinier Martínez Mandín, el sargento de tercera Silvio Coreaus González y el chofer de tan solo veintiún años, sargento de tercera Eduardo Zamora Batista.

«Nuestra misión era relevar al primer grupo, por ello trabajamos los tramos Matanzas-Villa Clara, Las Tunas-Holguín y desde Palma Soriano hasta El Cobre», precisaría días después el mayor de treintaiséis años Luis O’Farrill.

A la salida del cortejo por las calles interiores del Estado Mayor, los oficiales que en firme lo saludaron cuando entró, despiden a Fidel desde el mismo sitio.

Regresa a la Carretera Central. Avanza al sur rumbo a Limonar. Vuelven las aceras y los trillos a llenarse de gente. El pueblo de Guanábana sale a su encuentro; y frente al hospital siquiátrico de ese poblado están médicos y enfermeros.

Quienes esperan al borde de los potreros de la región pecuaria de la Empresa Genética fijan su vista en los vehículos. En medio de esa zona poco habitada, el caserío de Ibarra, donde muy cerca se levantaron en armas Juan Gualberto Gómez y otros mambises el 24 de febrero de 1895, honra al Comandante. En todas esas áreas rurales no hay un espacio sin un cubano.

Muchos vienen desde Cabezas, Bermejas, Alacranes, Unión de Reyes, Sabanilla, Cidra, Triunvirato y otros lugares por donde no irá la caravana, la cual transita ya por las afueras de Limonar, ante un pueblo con banderas y lágrimas.

A Coliseo arriba pasadas las 2:00 de la tarde y ahí abandona la Central para enrumbarse unos dieciséis kilómetros hacia Cárdenas, la tierra del líder estudiantil José Antonio Echeverría. Aplausos, exclamaciones, niñas sobre los hombros de sus padres, cámaras, pioneros..., y los carros dan una vuelta al parque repleto de personas, donde hasta en los bancos se han subido para ver a Fidel.

Igual que en la mañana del 8 de enero de 1959 viene el Comandante a la ciudad en la que, por vez primera, se izó la bandera cubana a mediados del siglo XIX, para rendir tributo a José Antonio, el presidente de la Federación Estudiantil Universitaria que el 13 de marzo de 1957, tras tomar Radio Reloj, murió en combate contra oficiales de la policía batistiana cerca de los muros de la universidad habanera.

Con él Fidel tenía un compromiso de lucha desde que se conocieron en la Colina y firmaron juntos una carta en México, en 1956, para unir las fuerzas revolucionarias. En aquella ocasión visitó a los padres de su amigo, conversó con ellos, y fue al lugar de reposo del líder de los estudiantes en el cementerio de Cárdenas. Ahora José Antonio lo mira desde su estatua. La casa abierta del mártir deja ver sus fotos y la bandera de la organización que dirigiera.

Cárdenas es también la tierra del niño por el que tanto luchara Fidel para que volviera a Cuba. Desde que Elián González fue rescatado de las aguas del estrecho de la Florida el 26 de noviembre de 1999, el pueblo cubano comenzó la batalla de traerlo con el Comandante al frente, hasta que en junio de 2000, regresó a la Isla.

«Me regaló una caja de bombones y un libro de La Edad de Oro. Y me dijo: “Ten cuidado no te leas la caja de bombones y te comas el libro [...]”. Desde entonces comenzó a ser ese padre que se convierte en un amigo sin dejar de ser padre. Al igual que a mi papá, yo quería mostrarle todo lo que lograba para que se sintiese orgulloso de mí. Si aprendía a hacer algo quería mostrárselo, y son muchas cosas las que me quedaron por mostrarle», dijo el joven Elián en esos días tristes.

Por la misma carretera regresa el cortejo a la Central, y los cardenenses lo saludan dos veces. Nadie abandona su sitio en el tramo que une a Cárdenas con Coliseo. Allí lloran de nuevo niños, adolescentes, obreros, amas de casa, trabajadores del turismo...

Los mismos de hace una hora y media se mantienen bajo el sol caliente de la tarde. Luego Jovellanos, que también aguarda a la orilla de la vía, y Perico. Exactamente en Carretera Central y Martí se lee en una tarja: «Aquí se detuvo la Caravana de la Libertad el atardecer del 7 de enero de 1959. Desde este sitio dirigió la palabra al pueblo el líder de la Revolución». Y como aquel día, a esa misma hora, hay cientos reunidos por Fidel.

Encorvada y canosa, una anciana se lleva las manos al rostro y observa triste al comprobar que es cierto lo que dicen, que el Comandante anda por Cuba dentro de una cajita de cedro.

Y mientras recorre Matanzas, Nemesia, la niña que en los días grises de la invasión —según narran los versos de Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí—, viera caer muerta a su madre, sangrar a sus hermanitos y un huracán de disparos agujereando los lirios de sus zapaticos blancos, desde su casa en la Ciénaga de Zapata, como mismo hace con su madre, le enciende una vela ante una de sus fotos.

«Porque Fidel fue muy grande para mí. Después de que lo perdí, aunque nos deja su legado y su historia, es que me di cuenta de cuánto lo necesito vivo. Tal vez un poco lejos, pero yo lo tenía ahí; y cuando entendí que de verdad se había ido, sentí que me habían lanzado al vacío».

En el batey de Soplillar, donde el Comandante en Jefe cenó la primera Nochebuena de la Revolución, el 24 de diciembre de 1959, los hijos del pantano prenden más velas por él.

Ya en Colón, tierra de Mario Muñoz Monroy, el médico que lo acompañó a las acciones del 26 de julio de 1953 en Santiago de Cuba, muchos salen a su encuentro. Se han recorrido unos doscientos veinte kilómetros. La tarde acaba, apenas el sol ilumina, pero los colombinos permanecen bordeando ambos lados de la carretera.

Llanuras, cañaverales, pastizales, y quienes viven en Agüica observan delante de ellos a este Fidel. Por las afueras de Los Arabos transita mientras los campesinos, por respeto, se quitan sus sombreros, y los jóvenes, sus gorras. El pueblo está triste.

Luego del batey Cuatro Esquinas, la caravana se detiene unos minutos y se acomoda el adorno floral que rodea la urna. Desde allí, por quien viaja entre rosas blancas, crisantemos y lirios, se estira un cordón humano hasta San Pedro de Mayabón, en la frontera con Villa Clara.