El pueblo está contigo
Nacionales
Durante estos días de homenaje a Fidel, nuestro sitio web estará compartiendo en varias partes el libro Ahí viene Fidel, con crónicas y testimonios sobre el homenaje póstumo que recibió el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, al paso por Cuba del cortejo fúnebre durante los nueve días de Duelo Nacional.
Se escucha cerca el ruido de las hélices. Hay muchas personas pero pocas miran hacia arriba en busca del helicóptero que acompaña el cortejo fúnebre desde La Habana. Hace horas que esperan al mismo hombre y saben que no está en las nubes. Fidel pasará por donde están ellos, en la tierra.
Es mediodía, exactamente las 12:44. El cortejo entra a la región avileña. Campesinos, mujeres con niños en los brazos, obreros, estudiantes y una hilera de soldados del Ejército Juvenil del Trabajo con sombrero de pajilla, uniforme carmelita y banderas en las manos, saludan en firme.
«¡Fidel, Fidel, ¿qué tiene Fidel que los imperialistas no pueden con él?!», gritan los más pequeños, lo llaman los mayores, y el pueblo de Majagua lo recibe como si el Comandante viajase de pie en el primer auto de aquella caravana de la noche del 5 de enero cuando, en este mismo tramo de la Carretera Central, barbudos de la Sierra llenaban de combustible sus camiones y tanquetas para seguir rumbo a La Habana.
El capitán del Ejército Rebelde Omar Fernández Cañizares, quien lo acompañó en el viaje de la libertad, recuerda que nunca antes de aquellos días vio tanto pueblo reunido. «Yo no sé de dónde salían. La gente se trasladaba de los pueblos y bateyes hasta la Carretera Central. Nunca habían visto a Fidel; solo por fotografías. Supieron de él por el Moncada, luego lo conocieron en las pocas imágenes que publicó la prensa amarilla durante la guerra, pero nunca lo habían tenido cerca».
Pasados más de cincuenta almanaques e igualmente custodiado por muchas personas, entra un Fidel distinto casi a las 2:00 de la tarde a la ciudad de Ciego de Ávila. Desde azoteas muchos aplauden, levantan las manos, alzan carteles, imágenes del líder y gritan: «¡Yo soy Fidel!» «¡Yo soy Fidel!» «¡Se oye, se siente, Fidel está presente!» Para esta multitud el Comandante en Jefe está más vivo que ella misma.
En el segundo piso de la Casa de la Prensa, donde cuelga la bandera cubana, la del 26 de Julio y una foto del líder, un hombre de unos cincuenta años, con postura firme, lo saluda. No hay un solo sitio en la ciudad que no tenga avileños aclamándolo. Las voces finas de los niños se unen con todas sus fuerzas en un coro que lo escolta por varias cuadras: «¡Fidel, amigo, el pueblo está contigo!».
A un poste de luz ha subido otro hombre para observarlo. Con la mano izquierda se sujeta, la derecha la tiene en el pecho, y a sus ojos pesados por el llanto captan los lentes de una cámara.
Sobre un puente y en medio de dos carteles con su imagen puestos en las barandas, hay un joven oficial del Minint. En firme ve el avance de la caravana por debajo. Camarógrafos y fotógrafos del territorio graban todo sobre el techo de una parada de ómnibus. Los policías que han organizado a quienes esperan, cuando se acerca, se ponen de frente y militarmente saludan. Los balcones de unos edificios verdes, a unos diez metros de la calle, están llenos de gente.
Han pasado unos quince kilómetros desde que salió de la urbe. Campesinos, con sus hijos y su llanto, dan su homenaje sencillo al hombre que tal vez nunca vieron personalmente, pero conocen, respetan y quieren.
El cortejo dobla a la derecha y, en una unidad militar muy cerca de la Central, ocurre la tercera parada técnica del viaje y la primera del día. Se abastecen de combustible los vehículos, meriendan quienes viajan junto al Comandante y se retira el polvo de la cúpula de cristal que protege el cofre.
Dispersos alrededor de la unidad y junto al cortejo, hay guardias que lo custodian durante los casi veinte minutos de escala. Cuando echa a andar, los habitantes de las casitas cercanas esperan en el camino polvoriento. «Esta es la caravana hacia la eternidad», comentan algunos y recuerdan la de 1959.
Cuenta el comandante Delio Gómez Ochoa, jefe del Cuarto Frente Simón Bolívar, que al inicio Fidel no estuvo de acuerdo en llamarle caravana, pues ese término aludía a los cazadores que en África capturaban leones para los circos y personas para enviar como esclavos a las plantaciones de los millonarios azucareros. «Él dijo que se iba a llamar Columna No. 1 José Martí de la Victoria. Y sus jefes serían los comandantes Juan Almeida Bosque y Guillermo García Frías. Yo no sé cuándo comenzó a llamarse Caravana de la Libertad, pero con el tiempo, fue ese el nombre que perduró».
Cuba está movilizada. Desde el 26 de noviembre el rostro de Fidel está en la televisión, los medios solo hablan de él y en el país no existe otra noticia que su viaje.
Otra vez el ruido del helicóptero. Muchos suben la vista y observan al hombre sentado al borde de la puerta. Dentro viajan Abel Rojas, fotógrafo de Juventud Rebelde; José Raúl Rodríguez, Pepe, del periódico Trabajadores; el periodista de la Televisión Cubana Bernardo Espinosa; la tripulación de la aeronave y al que a cientos de metros de altura le cuelgan las piernas, es el camarógrafo Antonio Gómez, El Loquillo. Él, después de haber estado junto al líder en disímiles coberturas dentro y fuera de la Isla, afirma que esta de acompañar su cortejo es la única misión que no hubiese querido hacer.
«Allá arriba lloré y grité varias veces ¡Viva Fidel!», para desahogarme, porque la emoción era mucha. Cuando cerraba el lente podía contemplar a los niños sobre los hombros de sus padres, jóvenes con el nombre del Comandante pintado en la cara, mucha tristeza», cuenta El Loquillo quien, siendo un niño sin zapatos que vendía periódicos en las calles habaneras, recibió al barbudo en la Virgen del Camino en 1959 mientras escuchaba a su madre exclamar: «¡Nos salvamos, hijo! ¡Nos salvamos!».
Precisamente, las frases que más escuchó el capitán rebelde Omar Fernández a lo largo del recorrido victorioso fueron: «Fidel, tú eres el Dios que ha venido a salvar esta tierra. Jesucristo se ha encarnado en ti». «Tú eres el salvador. La guerra no fue en vano».
Fueron muchos los salvados entonces, son muchos los agradecidos por estos días. Sigue su rumbo esta caravana. Transita por el poblado de Gaspar. Sobre la carretera mojada a causa de una llovizna pasada se deslizan los vehículos de ceremonia. Persiste el mal tiempo, a pesar de ello, los cubanos siguen ahí, al borde de la vida.
¡MIRA, AHÍ VA FIDEL!
Apenas son las 4:00 de la tarde y el sol se ha ido. Las nubes oscuras amenazan con una lluvia fuerte. Los yipis avanzan con las luces encendidas y la gente no le teme al temporal, solo a no estar cerca de él por última vez, cuando ya viaja por las tierras camagüeyanas.
Ha contado el Comandante de la Revolución Juan Almeida que, a su paso por esta provincia en 1959, jinetes con vestimentas elegantes y botas lustrosas, alineados en briosos caballos y sombreros de fieltro en mano, saludaban la caravana. Tal vez los nietos de aquellos ganaderos son los que ahora honran al cortejo fúnebre del Comandante: uno junto al otro, en perfecta formación. Están en un potrero cercano, con sus sombreros de paño en el pecho y ropa de trabajo.
Por el municipio de Carlos Manuel de Céspedes arriba el líder al territorio agramontino. Miles de sus hijos lo han esperado horas. Ya lo ven de cerca y se apuran en gritarle cuánto de él se queda en ellos: «¡Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel!».
En un tramo despoblado solo dos muchachos de camisa carmelita, uno a cada lado de un pequeño puente, ven pasar el cortejo. Como soldados de posta frente a los cañaverales reciben al Comandante en Jefe en firme y agitando las banderas.
Llega a Crucero de Piedrecitas y, más adelante, a Florida. Inundan las calles enseñas cubanas, del 26 de Julio, fotos suyas y un pueblo que pronunciando su nombre intenta despertar a quien está dentro del cofre de cedro.
Policías y militares lo saludan como él les enseñó a hacerlo; los estudiantes gritan y los niños observan, sabiendo que recordarán este momento aunque pasen muchos años. Una mujer vestida con camisa de trabajo alza su brazo con el puño cerrado y exclama: «¡Yo soy Fidel!».
Ya es de noche, parecidas a luciérnagas blancas las luces de los celulares señalan el camino. Jóvenes vestidos de blanco escoltan la caravana a su paso por los campos de Camagüey.
Unos kilómetros antes del caserío La Vallita comienza el aguacero con el que todo el día han amenazado las nubes. Igual que Fidel, quien tantas veces nos habló bajo la lluvia, aquí hay personas al borde de la carretera. Nada parece importarles, ni el frío, ni la llovizna ni la noche; y hay pocas sombrillas al borde del camino. «¡Fidel, amigo, el pueblo está contigo!», le gritan quienes a pesar del agua lo han esperado y lo miran pasar.
La cámara desde el camión, donde gran parte de los caravanistas también viajan mojados, graba un camino oscuro en el que lo único que se ve son las luces de los autos.
Para iluminar la urna, el carro que va detrás despliega la luz larga; pero ni aun así las personas distinguen con precisión dónde realmente viaja Fidel. «Yo escuchaba que decían: “¡Va ahí! ¡Va ahí!”. Lo mismo indicaban el camión de la prensa que otros vehículos», rememora el teniente coronel José Luis Peraza.
Entre La Vallita y la entrada a Camagüey, hay niños con su uniforme escolar mojado que gritan a viva voz ¡Yo soy Fidel!, mientras solo ven las luces de los vehículos. Frente a esa imagen de pioneros que prefieren mojarse antes de no ver al Comandante, Peraza le dice a sus ayudantes: «Ya no podemos esperar más. La gente tiene que ver esto». Primero los cuatro saludan sentados, pero siguen sin distinguirlo en las proximidades de la ciudad. Entonces se ponen de pie, y ya todos diferencian al yipi que conduce el armón de los demás autos.
«¡Mira, ahí va Fidel!», comienzan a decir. Y Peraza le indica a sus muchachos: «Acomódense, que tenemos que seguir parados». Así pasan por San Blas, y cuando quedan alrededor de veinte minutos para llegar a la ciudad, cesa el aguacero que por media hora bautizó la caravana. Pero aún de pie y saludando entran los militares a Camagüey, la tercera urbe, luego de Cienfuegos y Santa Clara, a la que arriban de noche.
Faltan quince minutos para las 7:00. La ciudad espera al Comandante con la carretera humedecida pero sin lluvia. «¡Yo soy Fidel!» «¡Viva Fidel!» «¡Se oye, se siente, Fidel está presente!», grita una hilera de estudiantes con uniforme de secundaria.
La Avenida de la Libertad, con miles de agramontinos, algunos sobre árboles y techos de paradas de ómnibus, ven pasar al líder. Muchos enfermos del Hospital Provincial Docente Manuel Ascunce Domenech han dejado sus camas y, desde las ventanas, a unos ciento cincuenta metros de la ancha vía, contemplan el cortejo; como también, de blanco, los estudiantes de la Universidad de Ciencias Médicas Carlos J. Finlay.
Un niño de unos cinco años, desde los hombros del papá, con el brazo estirado señala el armón. Es un mar de pueblo agitado entre luces de celulares y banderas.
Toma el cortejo la calle Javier de la Vega y atraviesa las palmas que conducen a la Plaza de la Revolución Mayor General Ignacio Agramonte Loynaz, y allí, ante la gente triste, cuando el reloj marca las 7:10, se detienen los autos.
Los cuatro militares encargados levantan la cúpula que protegió el cofre de la lluvia. La escolta de honor, en firme, junto a los camagüeyanos, contempla cómo, marchando, llegan Peraza y Alexei hasta el armón. Una vez, uno a cada lado, giran, cierran el pie y ya de frente a la urna, lo saludan. Corren el cofre por la carriña hasta el borde, zafan las correas, sujetan las agarraderas y lo suben a sus hombros.
Donde se han reunido miles y solo se escucha el sonido del paso de revista, los dos hombres de verde lo llevan hasta el Salón Jimaguayú de la plaza Ignacio Agramonte. Con la marcialidad que requiere el momento colocan el cofre sobre un pedestal de madera negra, arreglan la bandera que lo cubre y dejan al Comandante donde descansará esta noche. Es el reencuentro de Fidel con la historia del siglo XIX.
Él reposa y el pueblo está en vigilia. Miles llenan la plaza en la madrugada. Se escuchan canciones de la Nueva Trova; el poema Canto a Fidel, de Ernesto Che Guevara; los pasos suaves de los bailarines del Ballet de Camagüey, el Ballet Folklórico, Camagua y Endedans, y en la voz de Sara González la canción Su nombre es pueblo.
Surgen anécdotas de los que alguna vez le estrecharon la mano y otras de quienes lo hicieron desde el corazón. Muchos grupos de jóvenes se reúnen alrededor de velas. Y la letra F, con ocho luces de cera, se ilumina en el suelo.
Duerme Fidel en estas tierras donde más de cien años atrás se escuchara tantas veces el clarín de la caballería mambisa liderada por Agramonte, abogado como él que también lo dejó todo por el sueño de una Cuba Libre.